16 agosto, 2006

Veinticinco Años Ha


"Que veinte años no es nada, febril la mirada, radiante en la sombra te busca y te nombra..."

En Mayo serán veintinco años. Una vida, así de rápido. Veinticinco años. Nada.
Según se cuenta, el viernes 19 de Marzo de 1982 -acaso en un acto de provocación premeditado- las tripulaciones de una flotilla de barcos mercantes argentinos establecieron un campamento en las islas Georgia del Sur, territorios regidos por el Reino Unido. Seis días después el asunto había ya escalado y hacia fines de ese mes, la invasión argentina a las islas era inminente. Después de eso y por ocho largas semanas, todos fuimos espectadores de la guerra.

Entonces yo tenía veintiuno y casi seguramente me había dejado crecer los bigotes, como ahora. En esos días sin internet ni CNN, nos levantábamos todos los días con la tensa e inquieta prisa de oír los noticieros de la mañana y saber cómo andaba todo. Metidos en la brutal licuadora de la gran política mundial, Belaúnde y Pérez de Cuéllar lanzaban hidalguísimos mensajes llamando urgentemente a la paz mientras cuchicheaban Reagan, la Thatcher y Miterrand la mejor manera de sacarle la vuelta al TIAR, en la práctica efectiva letra muerta. La televisión en blanco y negro mostraba en Buenos Aires a Galtieri sonriente, confiado, mientras las manifestaciones a favor de la invasión rebosaban en Plaza de Mayo. Los días de Abril pasaban, incrementando la inquietud: mientras Perú representaba los intereses argentinos en Inglaterra y la no tan neutral Suiza hacía lo propio en Argentina con los británicos, Pinochet y Chile marcaban su raya en el piso y se abstenían de votar en la OEA a favor de Argentina, Francia secretamente ofrecía (en nombre de sabe Dios qué imperialismo) sabotear la electrónica de los misiles y aviones vendidos a Argentina y Fidel en su distante Habana peroraba horas sobre la unidad latinoamericana. El domingo 2 de Mayo, apenas horas después de que Belaúnde alcanzara un plan de paz que hubiera podido conducir prontamente un alto al fuego, el ARA Belgrano fue alcanzado por dos torpedos lanzados desde el submarino atómico HSM Conqueror. Ese día, nuestras lágrimas fueron argentinas: trescientos veintitrés hombres (la mitad de todas las bajas argentinas de toda esa guerra) perecieron en el hundimiento. La Thatcher y su canciller Pym seguramente esbozaron conservadoras y satisfechas sonrisas.

Los argentinos y peruanos que pasamos de la cuarentena damos cabida a esos días con especial calidez. Los argentinos nos palmean la espalda y nos recuerdan 'Ustedes fueron los únicos que realmente nos ayudaron'. A nosotros, en general, nos ha servido mucho tiempo allá para sentirnos ben tractats (hagamos caso omiso de la xenofobia presente, a la venta de armas a Ecuador en pleno Cenepa). El gesto nuestro, sin adulación ni patería, fue un acto de verdadera hermandad: Belaúnde salió a decir entonces que 'estábamos listos para acudir en apoyo de Argentina con todos los recursos que fueren necesarios'. El 4 de Mayo, desde un avión Étendard de la Armada Argentina fue lanzado el misil Exocet que hundió al destructor HMS Sheffield. El misil y el artillero, dicen, eran peruanos. Yo escuché la noticia por radio, mientras hacía mi plana de asistente de análisis de costos, en Oxy; al mediodía, bajando en el ascensor, oí que un ingeniero peruano hablaba del incidente a un colega gringo: 'Have you heard we sunk a destructor?' (incidió en el 'nosotros', lo recuerdo perfectamente). 'Destroyer. Not destructor. Destroyer...' corrigió apenas el gringo (Richard-algo se llamaba), con un aire de bastante desdén, que supongo fue tanto por el nosotros como por fraterno dolor sajón. El peruano se corrigió entonces: 'Got it. We sunk a destroyer, then!' ('¡Bien hecho!' lo felicité desde dentro de mi sonrisa burlona). De ahí en más, creo, ya todo fue cuesta abajo: menudeaba el desgano en la tropa de ocupación, bastante mal pertrechada, hambrienta y con frío, los gurkhas (como perennizaría Charly después) seguían avanzando y todo el resto de nosotros dejábamos de escuchar a Clash. El 1º de Junio ocurrió el desembarco a gran escala, y en algo así como en un déjà vu del día del 6 a 0, nos dimos cuenta de que no había más que hacer. Una a una fueron cayendo las guarniciones hasta que el 14, finalmente, acabó la agonía con una apresurada capitulación. Como en Buenos Aires, aquí también nos dolió, y mucho.

Han pasado (¡qué pronto!) veinticinco años. Tanto los peruanos como los argentinos de esos días hemos dejado de ser lo que nunca fuimos. En ese lapso, la siempre infausta herencia de la guerra ha traido consigo no sólo la penosísima cuenta de cuatrocientos veinticuatro suicidios entre los ex combatientes (según he leído, elocuentemente narrados en films como el reciente 'Iluminados Por El Fuego' de Tristán Bauer), sino también toda una generación de argentinos marcados por la aberrante experiencia de haberse alineado en un nacionalismo que apuraron los mandos militares en circunstancias de franca emergencia social. Los peruanos, por cierto, también hemos tenido nuestras guerras, nuestros kharmas y quién sabe si hasta nuestros gurkhas, pero eso es harina de otro costal y letra de otra historia (como fue, por ejemplo, que en casa de nuestros queridísimos Solimano bautizaran a toda una camada de doberman nacidos en esos días con los infames nombres de Pym, Thatcher, Gurkha, Queen et alter).

Hay cosas que no se olvidan, empero (al menos, está entre las cosas que yo jamás olvidaré y que se entienda que no es un buen pretexto sólo para contar la anécdota, sino que explica realmente la complejidad del sentimiento). El domingo 15 de Junio de 1997, en el Estadio de River Plate en Buenos Aires se enfrentaban a las 19:00 locales las selecciones de fútbol de Argentina y Perú. Estábamos mi tío y compadre Lucho Matta, mi amigo Guido Gonzáles y yo en la tribuna que da a occidente, junto a una barra peruana de no más de quinientas personas: exigua, desde donde se le mirara (literalmente) ante las setenta mil almas que llenaban el Monumental. Casi una hora antes de empezar el partido, la barra de tribuna sur (la más popular, calculo) empezó a vociferar repetida y enérgicamente "¡Eso' peruano', hijo' de puuuta!... ¡Eso' peruano', hijo' de puuuta!... ¡Eso' peruano', hijo' de puuta!...". En medio de la tarde-noche helada, a un peruano de la barra brillantemente se le ocurrió decir "¡Vamo' muchacho'... ¡Todos a una! ¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!..." y así lo repetimos todos los de la barra, con toda la fuerza que podíamos... Poco a poco la tribuna sur empezó a enmudecer. Y así, sucesivamente, todas las demás. La convulsionada maraña de brazos y torsos de los hinchas argentinos se fue quedando calladita y quieta. "¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!...". Espontáneamente los setenta mil argentinos presentes empezaron a aplaudir, a aplaudir y a aplaudir. De lo último que recuerdo de ese genial instante, entre las lágrimas sinceras que también algunos peruanos derramábamos fue (en esa especie de confuso recuerdo que hace dudar si se vio en realidad o no, dada la distancia) una camiseta y un gorro argentinos, pertenecientes a un muchacho que estaba pegado al alambrado que separaba nuestras tribunas, mirarme directamente a los ojos, golpearse el pecho con el puño dos veces y echar la mano hacia adelante con los dos dedos levantados en señal de paz.

- ¡Grande, peruano, grande!...
- Por ustedes, hermano. Por ustedes.
Después de eso, pudimos cantar el himno nacional tranquilos. Hasta eso pudimos.
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por lo que veo el Goldo esta promocionando su coleccion de calatas...

Anónimo dijo...

Che! Al leer tu cronica, una lágrima embozada bajo el ala del sombrero yo no pude contener... no pude...