29 diciembre, 2006

Carta al Dr. Augusto Effio, Mi Amigo



Sr.
Dr. Augusto Effio Ordóñez.
Ciudad.

Estimado Amigo:

No abundaré aquí en las virtudes de la amistad. Sobre eso autores mucho más reputados que yo (cuando finalmente lo sea) han gastado toneladas de tinta y saliva. Quiero hacer, sin embargo, mención especial a la gratitud que ella suscita, la que es virtud que desconozco, no tanto por no saber qué es, sino porque siendo yo en esencia una persona humilde por naturaleza -no obstante mi altísimo cociente intelectual, el cual raya suave nomás con un envidiable 145-, jamás me he creído merecedor de presente alguno, fuere cual fuese su índole.

Hace algunas semanas, en ocasión de reunión otrognóstica en casa de Ud. (algunos críticos espontáneos dirán en el futuro que la adición de una g intercalada en el sustantivo que adoptáramos como seudónimo al bautizar nuestro blog, fue un mamarrachento y huachafo intento de otorgarle más que sonoridad, un tufo de sabihondez, a todas luces, insufrible) tuvo Ud. a bien prestarme, en discreto esfuerzo de incentivar mis lecturas peruanas contemporáneas -aceptada la disimulada premisa de que el no leer a peruanos de mi generación o de edad menor más por que envidia, por esa suerte de síndrome de ignorancia-Maga del que me jacto, a veces con recargado entusiasmo-, el libro “Mal Menor” del Sr. Jaime Bedoya.

Quiero agradecer, como corresponde, tal gesto, renovándole la promesa de la devolución del ejemplar, apenas Ud. me lo recuerde tan sutilmente como hizo con aquel ejemplar de Cheever que, según Ud. dice, dio a parar en mis manos hace algunos meses. He disfrutado sobremanera la lectura de ese divertido, abigarrado y disímil anecdotario, y comparto con Ud. los elogios que prodigó para con él: ciertamente, no fueron excesivos. Me quedo, como corresponde por identificación (como protoescritor provinciano que sí soy, y a mucha honra) con las páginas dedicadas al poeta casmeño Dennis Angulo, cuyo incomprendido transitar por este mundillo argollero, vil y mezquino de nuestras tan poco fértiles letras, Bedoya describe con claridad meridiana. A través de esas páginas ha sido fácil descubrir la equivalencia con el tesonero ímpetu que mueve a Angulo en el área de la poesía, con el modesto y también postergado pujo que este servidor procura imprimir a lo que llama su obra narrativa. Tal será el caso, entonces, que desde mañana (o, mejor dicho, cuando las resacas de fin de año así lo permitan) reanudo la encomiada historia epistolar que involucra los amores retorcidos y distantes de un médico peruano en stage por San Diego, con la aporcelanada y bella médico filipina Agnes Pizón, cuyas piernazas y requiebros desvelaron al residentado del San Diego County Hospital allá por 1969. Holgará decir, distinguido amigo -y se lo digo en tono de absoluta confidencia que le rogaría no divulgar-, que más allá de la satisfacción natural que otorgan las butifarras y manzanillas que postludian nuestras reuniones, también me empujará el imbatible ánimo de complacer -tal como lo haría un afiebrado Dennis con su musa inspiradora, Dorita Cabello, hoy en exilio voluntario en la diarréica villa de Kagawa, en Japón- a la más devota fan de esta página, cuyo nombre guardo de mencionar, primero por pudor, y segundo, en retribución a su incuestionable condición de inspiradora pero, sobre todo, de musa (último paradero, camino a Cieneguilla).

Con mi sincero agradecimiento, le renuevo los sentimientos de mi más alta consideración y estima.

De Ud. seguro servidor,

Carlos A. Barrientos G.

14 diciembre, 2006

Low Rawls, Bis

Lo que son las cosas. Esta mañana alguien de la oficina me pasó un mail bajo la referencia "Examen de Próstata".

Aquí el coincidente attachment, con un todavía entero Dr. Rawls en aplicación de terapia especial a Damon Wayans, en un capítulo de 'My Wife & Kids'.

Peter Boyle (Octubre 1935 - Diciembre 2006)

"...Hasta donde puedo recordar, del mundo nada más he recibido odio. Al mirar hacia mi rostro y mi cuerpo, todos huían aterrorizados. En mi terrible soledad decidí que si no podía inspirar amor -lo que es mi más profunda esperanza- habría de infundir miedo. Y si estoy vivo es gracias a este [señalando a Frederick Fronkonsteen] genio de pacotilla que me ha otorgado la vida. Sólo él tenía respecto de mí la imagen de algo perfectamente bello; fue entonces cuando -habiendo podido quedar a salvo de cualquier riesgo- no dudó en usar su propio cuerpo como el de un conejillo para proveerme de un cerebro apacible y de un modo algo más sofisticado para expresarme."

(El Monstruo, 'El Joven Frankenstein' 1974, Dir. Mel Brooks)




13 diciembre, 2006

Lou Rawls, (El Otro) Platero & Yo

Siempre es atolondrada la manera en que se cruzan ciertos recuerdos. Revisando hoy en el obituario en la página de Microsoft, entre quienes nos dejaron durante el 2006, repasé el deceso del cantante de soul y R&B Lou Rawls, ocurrido en los primeros días del pasado Enero.

En 1976 (¡qué difícil se hace decir que ello ocurrió hace treinta años!), coincidente con el pleno auge de la música disco, Lou Rawls lanzó un imparable hit pop que llegó al puesto número uno de los charts: "You'll Never Find Another Love Like Mine". Hace ya algunos años, cuando se me ocurrió trasladar las grabaciones que tenía en cassetes a CD's, esa canción estaba en el primer CD que mandé grabar: ésa es la exacta manera en que la aprecio, y no sólo eso sino que, invariablemente, me recuerda el día en que este gran amigo de mis épocas escolares, Juan Ignacio Platero Mangariello (el indiscutible y eterno 'Che Platero'), se subió al tabladillo destinado a los profesores en nuestra aula de aquel IVº 'B' e imitando con su voz infantil la recia voz de Rawls y con los dedos puestos con el símbolo de peace & love, empezó a cantar a voz en cuello hacia la confundida audiencia que conformábamos el resto del salón "You'll never find another love like mine / Someone who loves you tender like I do / You'll never find, no matter where you search / Someone who cares about you the way I do...", ganándose los nutridos aplausos del (poco) respetable hasta descender del tabladillo dando un salto, como una star que baja condescendientemente de su limusina.

Como quiera que esta es una página dedicada no sólo a las malas memorias, a las arritmias y a los descompases, tras incluir versión mp3 del citado éxito de Low Rawls, transcribo el memento que se me ocurrió en honor de Juan Ignacio, allá por el 2003. Con el tiempo, tal como se aprecia, lo único que no ha añejado favorablemente es cierto pertinaz dejo sentimental.

Favor dar play.

(Lou Rawls, "You'll Never Find Another Love Like Mine", 1976)




(Juan Ignacio Platero Mangariello, en foto extraida del Boletín Recoletano, 1976)



Esta mañana me ha llamado Juan Ignacio Platero, desde Argentina.

Él vive en Buenos Aires, en Recoleta.

Cuando se fue de aquí, a los diecisiete, era de la gente de mi Promoción a la que le gustaban las aficiones extrañas. Fue el primero en aprender a bucear con tanques de oxígeno, el primero en armar un aeromodelo a motor, el primero en usar una caña de pescar en el río, el primero en andar solo en motocicleta. Sus padres se habían divorciado apenas unos meses antes de que él llegara al Iº ‘C’ (para precisarlo, él llegó junto conmigo, con Eduardo Bennett, con Bruno Linares, con Carlos Pando, con Nico Voysest). Tenía una voz de pito increíble, y por eso todos le decíamos, en falsete ‘Cheplatero, cheplatero, chepla, chepla...’; él ni se inmutaba, lo cual es un decir: su melena rubia -muy a la moda argentina de esos años-, se agitaba entretenida, mientras abría la boca y sus dientes agudos sonreían de modo muy infantil, casi como si se le hubiera ocurrido a Platero escaparse del poemario que –sin querer y muchos años antes de que naciera- le había dedicado Juan Ramón Jiménez. Cada vez que abría la boca surgía un murmullo apurado, agudísimo, “Burub burb burub burub...”. Y ahí arreciaban los ‘Cheplatero, cheplatero, cheplatero, cheplatero...’ y vuelta, él otra vez a sonreír entonces callando, avergonzado.

Yo no lo he visto desde que se fue a Buenos Aires, al final de IVº. Me contaron algunos que regresó al año siguiente, sin haber optado por acabar la secundaria y dedicado al máximo a la vida outdoors. Sé que con Carlos Gervasi, con quien había hecho muy buenas migas en aquello de bucear, iban periódicamente a Máncora a quedarse por días y hasta por semanas. Allí, cuentan, empezó a tener esas lagunas que habían pasado desapercibidas para todos nosotros en la época escolar. Una vez, dicen, se marchó solo a Piura, y tuvo la malísima suerte de viajar en el ómnibus que fue asaltado por unos desalmados: a él, creýendole turista extranjero, (algo que, en efecto, nunca dejó de ser) lo llevaron a kilómetros, lejos de la carretera, lo vejaron y maltrataron hasta dejarlo en agonía... Platero padeció tres días: quién sabe si tal vez su melena y su barba negra -bien jesucrísticas- así lo ameritaron. Dicen que fue recogido por unos arrieros, quienes lo llevaron a un hospital de monjas perdido en el desierto de Sechura. Cuando regresó a Lima, dicen, Juan Ignacio Platero había dejado de ser el mismo.

De lo que pasó después sé muy poco. Juan Ignacio se mudó a vivir a Buenos Aires. Allí conoció la cocaína y luego la heroína. Se sumergió, sin escafandra ni esnórquel en su propio e inmenso mar de dudas. Dicen los que lo quieren que un buen día, sin embargo, se regeneró y se volvió importante ejecutivo de una transnacional. Desde su cómoda posición ha podido capear con mucha profesionalidad estos malos tiempos que vive su país. Hasta dicen que lo van a llamar, por su enorme talento y agresiva competitividad, a un puesto clave en la Secretaría de Industrias. Hoy me ha vuelto a sonreír con esa risa de dientes agudos y me ha dicho, ya con voz adulta, “Carlitos, ¡cuánto tiempo!”... Me ha gustado recibir su llamada. Seguramente iré a visitarlo la próxima vez que vaya a Buenos Aires.

..................No esperaba esa sorpresa. Cuando empezaron a llover las flechas sobre los suyos fue tarde para gritarles que vuelvan a los botes. Giró la cabeza y calculó que detrás de la primera fila de árboles, acabada la playa, habrían ya una centena de enemigos con garrotes, arcos y lanzas. Desenvainó la espada y plantó firmemente los pies. Magallanes sintió un sudor frío que se le empezaba a descolgar desde las sienes. Apretó fuertemente los dientes, dio una última mirada a su gente, como quien intenta empezar una arenga pero prefirió callar (el griterío hubiera hecho ridícula toda instrucción). Avanzó con la espada en alto sólo para darse cuenta de que el golpe sordo de ésta sobre otro cuerpo le seguía pareciendo como cuando hachaba troncos blandos. Giró el arma ensangrentada para alzarla de nuevo cuando escuchó un rumor sibilante, justo a su izquierda. En ese momento supo que iba a morir. El venablo, envenenado y agudísimo, estaba a pocos centímetros de su cuello. Entonces Magallanes aprovechó para desnudarse, para caminar plácidamente entre el fragor de la lucha detenida, reconociendo en cada una de esas antojadas estatuas la desesperación, el terror en cada uno de sus ojos. Aspiró hondamente la brisa calmada, miró complacido a las gaviotas detenidas, se empapó feliz de las olas estáticas y, sin impregnarse de espuma, se zambulló en una jalea gris, tibia y azul. Cuando creyó que había transcurrido una eternidad suficiente, salió hacia la orilla, se vistió y caminó tranquilamente a su impostergable cita. En el último instante se divirtió imaginando que nadie más vería su sus manos, su singular boca, sus dientes de puntas finas. Fue entonces que la terrible herida en su cuello se abrió con un estampido violento y bermejo. La isla -Magallanes no alcanzaría a saberlo- se llamaba Mactan.

Esta mañana no me ha llamado Juan Ignacio Platero: ello es imposible.

Juan Ignacio Platero, transcurrido el luto del terrible trauma del vejamen, se mudó a vivir a Buenos Aires. Allí conoció la cocaína y luego la heroína. Se sumergió, sin escafandra ni esnórquel en su propio e inmenso mar de dudas. Pensamos, los que lo queremos, que un buen día, vino y nos miró como si no existiéramos (que nos miró a los ojos, como si fuéramos estatuas) y que tras de eso siguió caminando, tranquilamente, hasta recostarse callado sobre la línea del tren que va de Hurlingham a Retiro, mientras en la pampa amanecía, hermosamente.

Desde ese día (o el siguiente), Juan Ignacio Platero mora en Recoleta.

En el mausoleo que pertenece a la familia.

02 diciembre, 2006

Origami P'al Mundo

Siendo –con las justas- las 9:00 del sábado 2, habiendo llegado temprano a casa la noche previa (me refiero a la del Jueves, porque la noche del Viernes se esfumó y recién llegué hace seis horas), no puedo dejar de postear todo lo bacán que resultó la presentación del futuro best seller “Lecciones de Origami” de Augusto Effio Ordóñez (remember, en el escalafón que se pauta para todo buen escritor que se precie, ser mencionado con los dos apellidos es menester… menester de clerecía, que le dicen, y que recién me entero que se escribe con “c”, ¡cosas del castellano americano!)

Al respecto debo apuntar las siguientes ideas dos puntos (éstos “:”). La presentación del duodécimo título del joven sello Matalamanga, realizada en la Sala Lumière de la Alianza Francesa de Miraflores, hizo pasar tranquilamente por alto que los cartelitos con los nombres del autor y de los expositores llegaran cuando ya el segundo de éstos había ya chapado el micro. El pintor franco holandés Pierre Emile Vandoorne fue el encargado de las palabras de apertura en representación del sello editorial, con una efímera, polícroma y puntillista mención a no-recuerdo-bien-qué que, en todo caso (y no es por ser mala gente) hubiera salido mejor si nos hubiera contado acerca de los muy meritorios avatares de animarse a armar un sello editorial en Lima (esto, para decirlo mal y pronto, pues sabido es que desde los tiempos de Valdelomar, Lima es el Perú, con Palais Concert o no). Lo mejor -digamos, lo bueno- vino cuando Enrique Procházka (erudito escritor a quien no hay que confundir con su primos segundos, Marcus Procházka -autor del Modelo Transteorético del Cambio Intencional- o František Procházka, exitoso jugador de jockey sobre hielo de la selección checa) hizo un googlesco pormenor de la cantidad de murciélagos que pueden vivir en una cueva de California y del modo en que -contrariando el antojo de decirlo todo con números- escritores de la talla de Effio Ordóñez (1.73 m), por su versatilidad e incuestionable aptitud de expresión, vienen a resultar algo así como la excepción que confirma la regla de que, para ser escritor, se nace. ¡Soberbio, pan Procházka!, chapeau! (y para quienes no entiendan checo, aclaro que pan significa, en castellano, míster). Terció Jorge Valenzuela, cuando casi todo (lo entretenido) había sido dicho, rematando la faena –como en el vals- con una sincera confesión acerca de las razones de por qué a veces algunos concursos literarios no tienen el ganador que realmente se merecen (y, por cierto, el 99% de la asistencia ni cuenta se dio de que hubo un oxímoron en su speech). Llegado el turno a Augusto, una vez que hubo expresado su homenaje a nuestra recordada Ana, deslindó de modo rotundo ser un alienígena (tal como Thays insinuó en su blog a partir de las líneas de Procházka en la contratapa) y explicó a la concurrencia acerca de lo que quienes compartimos viernes de butifarras conocemos bastante de cerca, y que es la intrincada y placentera manera de mostrarnos este mundo habitual en la pulcra filigrana de su creación narrativa (por no decir, huachafamente, de su pluma). Lo que siguió después fue un brindis en los siempre cálidos ambientes de la Alianza, faltando sólo que el fantasma de Mme. Del Solar se acercara a recibir su copita… by the way, ¿habrá alguien que no se tome literalmente de que los vinos de honor deban ser sólo de vino, y no de algo con algo más de cuerpo, así como para ir entonándose?.

Largo after party en Étnico, en las alturas del Bohemia de San Isidro, del cual hay mucho que rescatar (testimonio gráfico más abajo): las muy agradables charlas con Percy Maraví, Jorge Coaguila y Juan Carlos Bondy, el intercambio de opiniones sobre la influencia de impresionismo y cubismo sobre las recientes letras peruanas con Pierre Emile (el conocido pintor franco holandés, ut supra), la disquisición acerca de la longitud del intestino grueso que hay que tener para empujarse hojitas de parra y café hervido con Jasmin y, por supuesto, los seis on-the-rocks que le permiten a uno estar en el agradable estadio de chispeado sin llegar del todo a desconocerse, cosa que ocurre -por regla general- después del noveno, al más puro estilo del cholo José Antonio Billinghurst Cajahuaringa, entrañable figura de ‘No Me Esperen En Abril’ .

Finalizo sin contar lo que siguió después (que no fue tanto, dicho sea de paso, entre que los hígados a esa hora ya no estaban para tafetanes y mi ejemplar autografiado había reaparecido: eso me pasa por malpensado) reiterando las palabras que en un momento de esta reunión de tragos exóticos y de mudanzas de mesas me cupo brindar a Augusto: si alguien acuñó alguna vez la tan desatinada frase ‘vergüenza ajena’, lo hizo acaso sin saber que en ocasiones como la que describo puede uno trocar emocionantemente la connotación hasta llegar convertirla en un mucho más feliz ‘orgullo ajeno’.

Orgullo ajeno como el que nos tocó a todos compartir con nuestro genial maestro de origami (y también de algunas letras) Augusto Effio. ¡Bravo por eso!



Apertura de celebración en Étnico: Augusto improvisando un “¡Que empiece la juerga!”
.

Juan Carlos Bondy, sonriente y baliente Metrónomo y Augusto Effio.

La mesa, en un momento de la reunión.