29 agosto, 2006

Acerca De Lo Que Me Gustaría Ser, If Only I Could

De todos los wishful thinkings que uno se consiente de vez en cuando, hay que reconocer que muchos se alinean primordialmente con los deseos de índole más bien rijosa.

Una vez Woody Allen dijo que, de existir la reencarnación, él gustaría de volver convertido en los dedos de Warren Beatty. Es un extraordinario deseo, a decir verdad (de mis all time favorites, como se diría según el protocolo yankee), pues ¿a qué varón no le gustaría tener un prontuario que incluyera a Isabel Adjani, Justine Bateman, Leslie Caron, Cher, Candice Bergen, Maria Callas, Joan Collins, Natalie Wood, Daryl Hannah, Janice Dickinson, Barbara Harris, Goldie Hawn, Vanessa Redgrave, Barbra Streisand, Carly Simon (You're so vain...!), Kate Jackson, Linda McCartney, Bianca Jagger, Mary Tyler Moore, Diana Ross, Liv Ullman, Melanie Griffith, Faye Dunaway, Britt Ekland, las propias Madonna y Jackie O. (herself), piantando finalmente con Annette Benning?
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Personalmente, creo que tras sólo leer la lista uno ya llega cansado. Por eso, es más terrenal desear ser solamente o Condorito -aún cuando se moleste Normita Tinoco (incondicional y muy celosa fan de este espacio literario-musical)-
para poder apapachar las formidables curvas de la Yayita, o más modernamente, Austin Powers para un clinch bien face to face con Elizabeth Hurley (como quien da un uso propio al mojo, de pasarella)


Pero la verdad (la neta del planeta), es que apenas me gustaría ser una de dos: o el joven piloto del Thunderbird Nº 2, o sea, Virgil Tracy (hijo de Jeff, hermano de Scott, John, Alan y Gordon, amigo del genio Brains, de Lady Penélope y su fiel chofer Parker) en 'Thunderbirds (Rescate Internacional)', aquella serie de marionetas de los lejanos sesentas, o más sencillamente un Oompa Loompa, pa' poder chambear en la fábrica de Willy Wonka y que por eso me paguen en granos de cacao, o mejor, en trufas de chocolate. Al menos, cualquiera de ambas opciones sería menos cansadora que hacerla de Warren Beatty. Eso, de seguro.

25 agosto, 2006

Baby Grand



In my time
I've wandered everywhere
Around this world
She would always be there
Any day
Any hour
All it takes
Is the power in my hands
This baby grand's
Been good to me
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En el álbum 'The Bridge', Columbia 1986 -con el concurso de Ray Charles para un singular y magnífico dúo de pianos y voces- Billy Joel compone 'Baby Grand', en honor a los pianos de media cola (a diferencia de un concert grand piano, que llega a medir tres metros desde el teclado al extremo, el baby grand apenas alcanza el metro y medio). Ingeniosamente, la letra de la canción sitúa al oyente en la abierta posibilidad de entenderla como si estuviera compuesta con nostalgia para la mujer que se extraña. Éste sería un espacio realmente confortable para ubicarse siempre que fuera posible creerse aquello de all it takes is the power in my hands...
("Baby Grand", Billy Joel & Ray Charles, 'The Bridge', Columbia 1986)

16 agosto, 2006

Veinticinco Años Ha


"Que veinte años no es nada, febril la mirada, radiante en la sombra te busca y te nombra..."

En Mayo serán veintinco años. Una vida, así de rápido. Veinticinco años. Nada.
Según se cuenta, el viernes 19 de Marzo de 1982 -acaso en un acto de provocación premeditado- las tripulaciones de una flotilla de barcos mercantes argentinos establecieron un campamento en las islas Georgia del Sur, territorios regidos por el Reino Unido. Seis días después el asunto había ya escalado y hacia fines de ese mes, la invasión argentina a las islas era inminente. Después de eso y por ocho largas semanas, todos fuimos espectadores de la guerra.

Entonces yo tenía veintiuno y casi seguramente me había dejado crecer los bigotes, como ahora. En esos días sin internet ni CNN, nos levantábamos todos los días con la tensa e inquieta prisa de oír los noticieros de la mañana y saber cómo andaba todo. Metidos en la brutal licuadora de la gran política mundial, Belaúnde y Pérez de Cuéllar lanzaban hidalguísimos mensajes llamando urgentemente a la paz mientras cuchicheaban Reagan, la Thatcher y Miterrand la mejor manera de sacarle la vuelta al TIAR, en la práctica efectiva letra muerta. La televisión en blanco y negro mostraba en Buenos Aires a Galtieri sonriente, confiado, mientras las manifestaciones a favor de la invasión rebosaban en Plaza de Mayo. Los días de Abril pasaban, incrementando la inquietud: mientras Perú representaba los intereses argentinos en Inglaterra y la no tan neutral Suiza hacía lo propio en Argentina con los británicos, Pinochet y Chile marcaban su raya en el piso y se abstenían de votar en la OEA a favor de Argentina, Francia secretamente ofrecía (en nombre de sabe Dios qué imperialismo) sabotear la electrónica de los misiles y aviones vendidos a Argentina y Fidel en su distante Habana peroraba horas sobre la unidad latinoamericana. El domingo 2 de Mayo, apenas horas después de que Belaúnde alcanzara un plan de paz que hubiera podido conducir prontamente un alto al fuego, el ARA Belgrano fue alcanzado por dos torpedos lanzados desde el submarino atómico HSM Conqueror. Ese día, nuestras lágrimas fueron argentinas: trescientos veintitrés hombres (la mitad de todas las bajas argentinas de toda esa guerra) perecieron en el hundimiento. La Thatcher y su canciller Pym seguramente esbozaron conservadoras y satisfechas sonrisas.

Los argentinos y peruanos que pasamos de la cuarentena damos cabida a esos días con especial calidez. Los argentinos nos palmean la espalda y nos recuerdan 'Ustedes fueron los únicos que realmente nos ayudaron'. A nosotros, en general, nos ha servido mucho tiempo allá para sentirnos ben tractats (hagamos caso omiso de la xenofobia presente, a la venta de armas a Ecuador en pleno Cenepa). El gesto nuestro, sin adulación ni patería, fue un acto de verdadera hermandad: Belaúnde salió a decir entonces que 'estábamos listos para acudir en apoyo de Argentina con todos los recursos que fueren necesarios'. El 4 de Mayo, desde un avión Étendard de la Armada Argentina fue lanzado el misil Exocet que hundió al destructor HMS Sheffield. El misil y el artillero, dicen, eran peruanos. Yo escuché la noticia por radio, mientras hacía mi plana de asistente de análisis de costos, en Oxy; al mediodía, bajando en el ascensor, oí que un ingeniero peruano hablaba del incidente a un colega gringo: 'Have you heard we sunk a destructor?' (incidió en el 'nosotros', lo recuerdo perfectamente). 'Destroyer. Not destructor. Destroyer...' corrigió apenas el gringo (Richard-algo se llamaba), con un aire de bastante desdén, que supongo fue tanto por el nosotros como por fraterno dolor sajón. El peruano se corrigió entonces: 'Got it. We sunk a destroyer, then!' ('¡Bien hecho!' lo felicité desde dentro de mi sonrisa burlona). De ahí en más, creo, ya todo fue cuesta abajo: menudeaba el desgano en la tropa de ocupación, bastante mal pertrechada, hambrienta y con frío, los gurkhas (como perennizaría Charly después) seguían avanzando y todo el resto de nosotros dejábamos de escuchar a Clash. El 1º de Junio ocurrió el desembarco a gran escala, y en algo así como en un déjà vu del día del 6 a 0, nos dimos cuenta de que no había más que hacer. Una a una fueron cayendo las guarniciones hasta que el 14, finalmente, acabó la agonía con una apresurada capitulación. Como en Buenos Aires, aquí también nos dolió, y mucho.

Han pasado (¡qué pronto!) veinticinco años. Tanto los peruanos como los argentinos de esos días hemos dejado de ser lo que nunca fuimos. En ese lapso, la siempre infausta herencia de la guerra ha traido consigo no sólo la penosísima cuenta de cuatrocientos veinticuatro suicidios entre los ex combatientes (según he leído, elocuentemente narrados en films como el reciente 'Iluminados Por El Fuego' de Tristán Bauer), sino también toda una generación de argentinos marcados por la aberrante experiencia de haberse alineado en un nacionalismo que apuraron los mandos militares en circunstancias de franca emergencia social. Los peruanos, por cierto, también hemos tenido nuestras guerras, nuestros kharmas y quién sabe si hasta nuestros gurkhas, pero eso es harina de otro costal y letra de otra historia (como fue, por ejemplo, que en casa de nuestros queridísimos Solimano bautizaran a toda una camada de doberman nacidos en esos días con los infames nombres de Pym, Thatcher, Gurkha, Queen et alter).

Hay cosas que no se olvidan, empero (al menos, está entre las cosas que yo jamás olvidaré y que se entienda que no es un buen pretexto sólo para contar la anécdota, sino que explica realmente la complejidad del sentimiento). El domingo 15 de Junio de 1997, en el Estadio de River Plate en Buenos Aires se enfrentaban a las 19:00 locales las selecciones de fútbol de Argentina y Perú. Estábamos mi tío y compadre Lucho Matta, mi amigo Guido Gonzáles y yo en la tribuna que da a occidente, junto a una barra peruana de no más de quinientas personas: exigua, desde donde se le mirara (literalmente) ante las setenta mil almas que llenaban el Monumental. Casi una hora antes de empezar el partido, la barra de tribuna sur (la más popular, calculo) empezó a vociferar repetida y enérgicamente "¡Eso' peruano', hijo' de puuuta!... ¡Eso' peruano', hijo' de puuuta!... ¡Eso' peruano', hijo' de puuta!...". En medio de la tarde-noche helada, a un peruano de la barra brillantemente se le ocurrió decir "¡Vamo' muchacho'... ¡Todos a una! ¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!..." y así lo repetimos todos los de la barra, con toda la fuerza que podíamos... Poco a poco la tribuna sur empezó a enmudecer. Y así, sucesivamente, todas las demás. La convulsionada maraña de brazos y torsos de los hinchas argentinos se fue quedando calladita y quieta. "¡Esa' Malvina' son Argentinas!, ¡Esa' Malvina' son Argentinas!...". Espontáneamente los setenta mil argentinos presentes empezaron a aplaudir, a aplaudir y a aplaudir. De lo último que recuerdo de ese genial instante, entre las lágrimas sinceras que también algunos peruanos derramábamos fue (en esa especie de confuso recuerdo que hace dudar si se vio en realidad o no, dada la distancia) una camiseta y un gorro argentinos, pertenecientes a un muchacho que estaba pegado al alambrado que separaba nuestras tribunas, mirarme directamente a los ojos, golpearse el pecho con el puño dos veces y echar la mano hacia adelante con los dos dedos levantados en señal de paz.

- ¡Grande, peruano, grande!...
- Por ustedes, hermano. Por ustedes.
Después de eso, pudimos cantar el himno nacional tranquilos. Hasta eso pudimos.
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12 agosto, 2006

Terra Incognita


- ¿Y dómde lo pongo?
- ¡Ah! Ponlo aquí, nomás.
- ¿Aquí?
- Sip.
-¿Y se acordarán de la foto?
- Quienes te sigan, de hecho que sí, amixx.


Es que no quedan más lugares ignotos a dónde ir. El mundo ha perdido por completo el exotismo. La televisión, los libros y el cine hacen esfuerzos desesperados por mostrarnos hasta el cansancio lugares que jamás conoceremos. Esta tarde, como si tal, vi un documental de TNP sobre una excursión a la cima del Misti; mientras la expedición coronaba la cima -entre jadeos, fallas electrónicas y tiritones nomás a cero grados- el líder mencionó que en la punta existe una cruz ¡colocada ahí en Octubre de 1900! Pensé ‘¿Y dónde está el mérito de coronar el Misti si es que previamente alguien ya se dio el trabajo de llevar hasta ahí una cruz de fierro de no menos de una tonelada de peso, colocarla en una base de concreto y –encima- ponerle una placa conmemorativa?...’. Definitivamente, el exotismo habrá que buscarlo en algún otro lado: no sé, el fondo del mar, en algún lugar de la atmósfera superior, en Perth, Australia (tanto como con el ligero hastío ‘¿Conoces Londres? ¿O Río? ¿O San Francisco? ¿O Nueva York?’, hasta el momento nadie me ha preguntado, felizmente, si conozco Perth, o Auckland o Anchorage).

[Hint, Charly Boy: la parte más exótica que jamás podremos visitar vive dentro de nosotros. Más precisamente, en nuestros sueños.]

Anoche (esta mañana, a lo mejor) soñé que estaba en un parque infantil y de pronto subí a un carrousel repleto de niños. El aparato comenzó a girar y a girar y los niños gritaban con esa especie de miedo leve y excitación que les da la velocidad. Delante de mí, en una especie de carromato sin caballos había cuatro niños, muy parecidos entre sí. ‘Estos dos son mis hermanos’ me dijo uno, el que tenía delante de mí (camiseta a rayas, muy rubio y los hermanos con las manitas hurgando en bolsas de pop corn o papas fritas). ‘Y ella es mi hermana’. Era una niñita rubia, con rizos. La vi a los ojos y le sonreí (los adultos, en los sueños, tenemos la prerrogativa de ir sonriendo a los niños como si también lo fuéramos). ‘¿Cómo te llamas?', le pregunté. Me dijo ‘Brrrabbbabbbbia’, mientras pedacitos de galletas salían volando de su boca. ‘Anda. Termina de masticar esas galletitas y dime cómo te llamas. De otro modo nunca te voy a entender’ (más gerundio peruano, aún en sueños no le dije directamente ‘Nunca te entenderé’). ‘Abbbabbonnia’ repitió, muerta de la risa. ‘¿Cómo dijiste?’, insistí. Dejó la bolsa de galletitas sobre su regazo (un primoroso vestidito blanco, de esos de álbum de fotos), se limpió la boca con el dorso de la mano izquierda y me regaló una sonrisa bellísima a la que faltaba un diente, empezando a mudar. ‘¡Apolonia!’, me gritó. ‘¿Apolonia?’, le pregunté. El hermano mayor, mirándome con un gesto serio y como confiándome algo muy secreto, dijo: ‘Es que así se llamaba la abuela de mi madre’ (ahí pensé que yo jamás me hubiera referido a mi mamá como madre). ‘Apolonia es un lindo nombre’ le dije, pensando en que de verdad era un nombre bello, ‘Tus padres realmente deben haberse tomado un tiempo para decidir por es nombre tan bonito, Apolonia’. ‘¿Y tú por qué escribiste eso?. No me gustó…’, me dijo Apolonia. Yo dudé un instante porque sabía lo que venía (tanto como un buen par de paréntesis, la ventaja que uno tiene sobre sus propios sueños es que, al diseñarlos, sabe Dios en qué neurona o axón perdidos en la terrible maraña del cerebro, más o menos intuye por qué lado viene el asunto). ‘¿Eso? No sé qué es eso, Apolonia’. Metió su manita otra vez dentro de la bolsa de galletas y me dijo ‘Eso, lo de mi agenda de Hello Kitty’. Asentí, pensativo. ‘Ah, eso… Bueno, los grandes a veces escribimos cosas raras. No sabía que alguna vez te iba a encontrar. Supongo que estuvo mal que hablara de tu agenda Hello Kitty sin haberte pedido permiso antes, ¿no?’ Ella dijo ‘Mmjm’ bajando y subiendo la cabeza, ‘Estuvo mal. A mi mamá tampoco le gustó’. Miré en derredor (mirada de Bruce Willis, apretando los dientes y ojos entrecerrados, de sospecha). ‘No lo sabía. Perdón’, le contesté. ‘No importa. Ya no me gusta. Te la regalo’, me dijo, bajándose del carrousel, que en ese momento se detenía. El hermano me explicó ‘Ella es rara. No le hagas caso’. ‘Todo bien’ –le dije- ‘No le haré caso…’. ‘Chao’ me dijeron los tres hermanos, mientras corrían, alejándose. ‘Chao’ les dije, y seguramente desperté en otro sueño (y no sé bien por qué hoy he echado a Apolonia tanto de menos).

Algún día, alguna vez, si por ahí nos encontramos en alguna charla incidental, en una de ésas en las que nos vence la vanidad de exponer al alimón lugares que hemos tenido en dicha conocer, antes de preguntarme por Perth, Brisbane o Luzón, por favor, pregúntenme por Apolonia. Yo les diré -con todo pormenor- cómo apenas desperté, anoté con cuidado nombres y circunstancias e hice un croquis aproximado para todos aquellos que quieran conocerla: primero, hay que escribir un cuento en el que se le rompa el corazón terrible, impíamente; luego, hay que soñarla sin proponérselo, no sobresaltarse al encontrarla y esperar de modo paciente hasta que nos diga correctamente su nombre; al despertar, hay que anotar cuidadosamente nombres, circunstancias y situaciones. Es preciso siempre acabar con un ‘y no sé bien por qué hoy he echado a Apolonia tanto de menos’, entre paréntesis.

(Eso es lo fundamental. No hay que olvidarse jamás de los paréntesis. Eso es lo fundamental para encontrar, finalmente, a Apolonia) .
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05 agosto, 2006

A K2 Of My Own

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He hecho una estimación acerca de la cantidad de palabras contenidas en “Rayuela”. La edición que tengo en la mano (formato paperback, editorial Punto de Lectura, tapa gris y blanca, atrás foto de perfil de Cortázar, fumando) tiene setecientas once páginas. Hice un muestreo en dos o tres de ellas y resultaron tener alrededor de trescientas palabras, poco más o menos. Promediando el contenido de los folios que están profusamente adosados de notas con los que apenas incluyen dos o tres renglones (el más breve, aunque no lo aseguro, es el 118 en el que cita a Malcolm Lawry, en ‘Under The Volcano’, "¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no ha de aparecérsele?", el cual compite en brevedad con uno de mis favoritos, el 85, "Las vidas que terminan como los artículos literarios de periódicos y revistas, tan fastuosos en la primera plana y rematando en una cola desvaída, allá por la página treinta y dos, entre avisos de remate y tubos de dentífrico", verdad que es tan directamente aplicable a los cuentos que uno acomete), “Rayuela” debe contener unas seiscientas cincuenta páginas, y si es verdad que hay unas trescientas palabras en cada una de ellas, incluyendo los tres asteriscos que siguen al "paf, se acabó" del capítulo 56, debe contener unas ciento noventa y cinco mil palabras castellanas (no voy a redondear esa cifra a la centena de millar más cercana, es decir, las doscientas mil, por el pudor que implica saber lo que cuesta no poder escribir cinco mil palabras seguidas).

Hoy he escalado el K2 dos veces: hice algo que no muchas centenas de personas ha hecho (acaso sólo decenas, acaso nadie).

En el capítulo 78, segunda página en mi edición, Cortázar escribe: “…ese poema de Cummings donde se dice que para la creación el Viejo juntó tanto aire en los pulmones como una carpa de circo”. Cuarenta y tantos años después de que Cortázar incluyera esa mención en su manuscrito -seguramente tras haber revisado qué sé yo qué nota y pitar un amargo Gaulois- consulté en el oráculo Google (mediante “God” + “tent” + “Cummings”, siendo ee cummings, by the way, el poeta aquél que escribía todo en minúsculas, hasta su nombre, y uno de cuyos poemas fue mencionado –no tan al paso- en "Hanna & Her Sisters" de Woody Allen, específicamente aquel bellísimo que reza que "nobody, not even the rain has such small hands..."), apareciendo algunas cuantas veces la mención al fragmento que se cita. Textualmente dice (en minúsculas): “when god decided to invent everything / he took one breath bigger than a circus tent / and everything began…” Cortázar sigue: “No se puede decir en español. Sí se puede, pero habría que decir: juntó una carpa de circo de aire.” (nomás dejarlo ahí, pitando otro cigarro, fatigándose con la imposibilidad de la traducción perfecta, lamentando las curiosas imperfecciones de ciertos armazones lingüísticos y bufando otro ‘eppur, il faut tenter de vivre…’, frase que deberá poner cuidadosamente dos veces en el capítulo 28 -acaso el más largo, tampoco lo aseguro- en medio de sus trece mil doscientas palabras, si seguimos los promedios).

En el capítulo 101 (primera página) escribe, muy probablemente habiendo consultado algún santoral francés: “…jueves 1, viernes 2, sábado 3, domingo 4, lunes 5, martes 6, Saint Mamert, Sainte Solange, Saint Achille, Saint Servais, Saint Boniface…”. Según ello, la celebración de San Mamerto es el 11 de Mayo, el de Santa Solange el 10, el de San Aquiles el 12, San Gervasio el 13 y San Bonifacio el 14. El mes que Pola veía en el almanaque era, en consecuencia, Mayo. Dado que “Rayuela” se publicó en 1963, el año inmediatamente anterior que correspondió a un jueves 1º de Mayo fue 1958 (aquí presumo: Cortázar escribió este párrafo, con otro propósito y acaso con la intención de incluirlo dentro de los capítulos prescindibles, la brumosa noche del viernes 16 de Mayo de 1958, con aburrida luna nueva y una tremenda acidez parisina).

[Capítulo (Absolutamente) Prescindible: ¿Subir al K2? Algo pretencioso, seamos sinceros. Nada que no implique algunas cuantas horas de lectura y computador, y sin embargo… el repasar “Rayuela” implica riesgos tan grandes como la anoxia y la congelación: sostener en la escalada parte de una vida, atada a un invisible cordón de citas subrayadas en lápiz y en declinante resaltador amarillo, encarando identificaciones tan profundas como abismos en el hielo, enfrentando ahogos se parecen tanto a suspiros. Y todo para seguir apenas en la intuición de que la vida no es más que andar sin buscar, a sabiendas que se anda siempre para encontrar, como en toda segunda página de cualquier capítulo 1…]
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03 agosto, 2006

You Take Good Care!

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Creo que hubiera hecho lo mismo de tratarse de Karen Silkwood, John Nash, Erin Brockovich y, por supuesto, del imposibilísimo Leonard Zelig.

Cada vez que ocurre algo similar, Vivi Lucía debe reconocer la monumental cara de estupor que pongo, la media sonrisa, los ojos iluminados y esa especie de febril entusiasmo infantil que me domina. Como la vez en que, junto a ella (y no con ella, porque ella estaba mirando hacia otro lado, o sea, hacia la salida) quedé estupefacto, boquiabierto y patidifuso ante la vista de uno de los dos ejemplares que quedan en el mundo de la primera Biblia impresa por Gutemberg, cuidadosamente preservada en New Haven, en la Beinecke Rare Book Library de la Universidad de Yale (alguien que haya visto y leído algunos cuantos libros podrá hacerse de una idea próxima a lo que significa la contemplación de ese monumento que describo), o cuando, sorteando la mínima seguridad de la Yale Art Gallery, pasé por encima de la cuerda que se interponía entre una escultura de Rodin y yo y la toqueteé a sabor, con el impulso tan humano conectarse con el mundo a través del tacto (la escultura metálica estaba, por supuesto, muy fría y por cierto, no hubo nadie en leguas para llamarme la atención por el desatino). Y no hablo de cuando me quedé al borde de las lágrimas ante la vista de unos grabados de Leonardo exhibidos en el Metropolitan Museum of Art de New York (los cuales, felizmente, no intenté tocar dado que sospeché que con ello probablemente acabaría en algún precinto policial de Manhattan, dándole explicaciones a algún sargento que tuviera la pinta y el acento de Rubén Blades haciendo de tombo neoyorquino).

[Entonces ¿van sumando: admiración, estupefacción, tacto y, como único testigo, Vivi Lucía?. O.K.]

Ayer por la tarde invité a Vivi Lucía a tomar lonche en la recién inaugurada sandwichería Palermo, aquí en 28 de Julio, en Miraflores (para quienes no tengan pajolera idea de quién es Vivi Lucía, aclaro que es mi hija de catorce años, ruda e impagable amixx, chochera musical y antiliteraria, afortunada heredera del ácido sarcasmo del taita; y para quienes no tengan pajolera idea de los buenos sandwiches que venden en Palermo, ¡bueh...! ¡no saben lo que se pierden...!). Después de eso fuimos a dar una vuelta por Larcomar, yo, con la secreta intención de entrar a la Librería Ibero a ver si alguien ya se había tomado la molestia de recopilar mis (muy malos) escritos y en una de ésas, haberme publicado sorpresivamente y sin mi permiso, y ella, con el sagaz propósito de hacerme ir a ver con engaños 'Viviendo Con Mi Ex' (al menos, ver a la Aniston podría haber sido motivador, digo). Entonces...

[Digresión: hace unos dos meses vi un reportaje acerca de la labor en que viene empeñándose (nótese el peruanísimo y delator gerundio) la actriz teatral Wendy Ramos junto con un grupo de clowns voluntarios autodenominados 'Doctores Bola Roja'. Una de sus últimas incursiones consistió en irse a algunas comunidades de la selva -siempre con la consigna del enorme poder sanador de la risa- a socorrer postas y hospitales de poquísimos recursos (o sea, casi todos) visitando a los enfermos, y de éstos, principalmente a los pacientes infantiles. El reportaje mostró, como caso final, la situación de una niña autista de unos catorce años, quien jamás había mostrado reacción a ninguna de las terapias convencionales: cuando los Doctores Bola Roja llegaron y la arrullaron e hicieron bailar con sus instrumentos rarísisimos y sus geniales payasadas, la niña -esto mostraba el documental- abrazó a unos de los clowns, sonriendo. A mí, como seguramente a la mayoría de la audiencia, se me hizo un enorme nudo en la garganta. ¡Cuánta humanidad, cuánta...!]

"¡Cine!", "¡Librería!", "¡Cine!", "¡Librería!", "¡Cine!", "¡Librería!"... Íbamos en eso con Vivi Lucía cuando en uno de los pasadizos de Larcomar (sí, precisamente frente a la crêperie del segundo nivel) había unas cinco o seis personas vestidas estrafalariamente (pantalones anchos, camisas blancas con muchos pines, corbatas de colores chillones) y alguien del mismo grupo tomándoles una foto. Miré bien. Volví a mirar bien. Miré a Vivi Lucía y le dije que no podía creerlo (prestamente, ella reconoció la cara de estupor y uno a uno, todos y cada uno de los síntomas sucesivos... hábilmente, dijo '¡Oh, no! Not again!' y empezó a retroceder dos o tres pasos...).

Me acerqué al tipo que estaba tomando la foto y le pregunté: 'Is he actually him?...'. El tipo dijo (parodiando seguramente mi malísimo inglés): 'Yes. He is himself!'.

[Olvidé mencionar en la anterior digresión algo que va a ayudar al factor sorpresa y al estilo de decirlo todo por cucharaditas y entre paréntesis... Wendy Ramos inspiró parte de su muy altruista obra en una película de 1998 que Robin Williams protagonizó y que se hizo merecedora no sólo a una nominación a mejor filme de los Golden Globes Awards, sino también a una por mejor actuación de papel principal. Es una película que habla sobre un paciente psiquiátrico que alguna vez quiso estudiar medicina: su nombre era Hunter Adams. Sólo que hasta hoy, siempre ha querido que lo llamen por su apodo: 'Patch'.]

Yo: Dr. Adams?...

Él (tipo sesentón, de pelo blanco y larguísimo, con pony tale, corbata gorda y amarilla): Patch!.

Yo: (me corrijo) I'm sorry, Patch. You see... I'm peruvian, and I was just passing by here with my daughter (y elevo la manos hacia my daughter, que precisamente está a siete u ocho pasos y alejándose, muerta del roche). I mean... I saw the documentary about your previous visit and the work you did with Wendy there...

Él: Oh. I'm very pleased...

Yo: Dr. Adams, I just...

Él: Patch.

Yo: Patch. It's a real honor to have you here, in our country (y extiendo la mano, en señal de saludo).

Él (mirándome la mano, primero desconcertado y luego con una enorme y confianzuda sonrisa; mano tibia y firme, énfasis en cada palabra): Oh. Thank you very much. Thank you very much.

Yo: Have a pleasant stay... (y entrando al protocolo yankee, como de un post ut supra). You take good care!

Él: (sonriente) Thanks. And goodbye!.

Y se fue, con su alborotada gente, seguramente a seguir pasando desapercibido entre tantos y tantos limeños que jamás sabrán que estuvieron a tiro de piedra de este buen hombre (quizá no tan grande, quizá no tan heroico, pero buen hombre, sí, ¡buen hombre!). Me quedé con una espectacular cara de bobo mientras Vivi Lucía venía a mi rescate. '¡Pappppá!...' (enfatizando en las 'p', con la boca llena de aire) '¿Siempre tienes que hacer lo mismo...?'.

Me miré la mano como quien ha recibido el toque de Midas.

Le sonreí, mientras me acomodaba mi nueva e invisible nariz de clown y pensé en el largo tiempo que aún me falta para poder contárselo a mis nietos. Y como el Nene Cubillas -contentísimo de la vida- le dije solamente y en un largo abrazo 'Sí, hija. Sí...'
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