Con el respeto que me merecen los incontables lectores de esta sección de complacencias literario musicales (con perdón del paréntesis, digo incontables en razón de que serán dos o tres, y están muy bien ocultos los condena'os), quiero permitirme incontables palabras (con esto digo, dos o tres) de agradecimiento muy especial a:
La artesana de los ojos negros, amiga genial e incondicional parcera, por las enormes charlas, las caminatas lluviosas en veredas de todos los tipos, el inacabable café y por todos los bombones que, desde toda distancia, ayudé a engullir y bautizar.
A mi amhijo, por permitirme siete días ser su pamigo, usar la parte de arriba del camarote y consentirme moverle las figuras de la puerta del refrigerador.
A monsieur Le Capitaine, por los glosarios y los cuentos, más de tres cigarros, todas esas historias del valle y el Juanpi-sitting.
Al bluesman de los yogas y los antibióticos, por enseñar que el couscous es mucho más que una llana sémola, por las peroratas explicativas, las crêpes y el jugo de uchuva.
A Carambola, por el eco de Adriana Varela rebotando exactamente como lo haría en un conventillo, allá.
A la Calle de La Cajita de Música, por esperarme tendida, como si tal.
A La Esquina, por la comida y el vino de casa que no tuve en suerte, esta vez, recibir.
A las ausencias, las viejas y las nuevas. A las amables presencias, siempre ahí.
Al teatro y a todas sus letras, por la oportunidad de volver a deletrearlas.
Y a Bogotá, el TransMilenio y sus taxis, por tener las calles alineadas de modo que desde donde uno quiera, siempre pueda llegar hasta Tabio, Cundinamarca, allá, en la Gran Colombia.
Y a Alfredo Bryce, por la brillantez de decir que uno no vuelve a las ciudades, sino a los amigos.
[Al 6.Abr.06, nomás acabando de llegar]
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