24 diciembre, 2008

Historias De Navidad Del Tío Carlitos

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Caminaba con Santiago mientras él abrazaba el paquete con el regalo de la primera navidad en la que Papá Noel no va a llegar a visitarnos. Procuré explicarle la razón de ello del modo más lógico posible: en casa no tenemos chimenea, de manera que había recibido el aviso de que debido a una dolorosa artrosis de cadera, Papa Noel este año no podría encaramarse hasta el balcón de nuestro tercer piso. No me dijo nada pero su rostro lo iluminaba todo. Caminando, sin decirme nada, me abrazó muy fuerte . ¡Pobre de mí!, ¿y cómo hago ahora para explicarme del modo más lógico posible que Papá Noel he sido siempre yo?.
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Juan Pablo es hijo de Tania. Ellos padecieron Lima por casi un año en el piso de arriba. Santiago y Juan Pablo estudiaban juntos en el nido de la Miss Amparito y hubo algunas tardes en las que Tania y Julian salían y Juan Pablo se quedaba con nosotros. Recuerdo especialmente una tarde de ésas: Santiago refunfuñaba en su cuarto por no sé qué cosa, mientras yo intentaba empezar una siesta. “Carlos…”, oí una vocecita, “¿Me puedo recostar aquí?”. Abrí los ojos y vi a Juan Pablo en el borde de mi cama. No esperó mi respuesta, pues él ya estaba echándose en el otro rincón de la cama, quedándose dormido a su más infantil discreción. Algunos años después he vuelto a ver a Juan Pablo allá en su casa en Tabio. Dejé mi maleta en su habitación y apenas él llegó del colegio, le pregunté: “Juan Pablo… ¿puedo usar la litera de arriba de tu camarote?”. No me contestó y puso esa cara de felicidad que uno pone cuando reencuentra al buen amigo con quien comparte alguna de las siestas más felices.
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Estábamos tres o cuatro de nosotros en el cuarto de la actriz, arreglando torpemente no sé qué radio reloj despertador de números grandes. Ella dormía sobre un colchón en el piso y estaba tapada con un cubrecama de color verde limón. El ruido era inevitable de modo que -enfurruñada- se levantó arrastrando consigo el cubrecamas en dirección a la puerta. “¡Quédense , si quieren! ¡mucha bulla hacen!”, nos dijo. Nos miramos y reímos, a sabiendas de que siempre se despierta de mal humor. Lo que recuerdo después fue verla más tarde, cuando el resto ya se había ido. Regresaba de no sé donde y, al abrir la puerta. la oscuridad de la habitación me dio de golpe, hiriéndome los ojos. Se encendió un spotlight: ella estaba sentada sobre el piso, casi en una esquina, y vestía completamente de negro; su hermoso cabello rubio refulgía con un peinado altísimo. Sus enormes ojos azules me miraron fieramente. “Te presento a mi niña”, me dijo e hizo el ademán de alargar un brazo como quien arrastra una bandeja o un plato. El spotlight se apagó súbitamente y a un par de pasos delante de donde ella estaba, la luz de otro reflector dibujó un círculo más pequeño. La niña estaba sentada sobre el piso y vestía completamente de negro, el hermoso cabello rubio refulgiendo en un peinado tan alto como el de la madre. Cuando la niña me miró con sus ojos azulísimos pensé “Mi niña no puede ser. Mi niña es mucho más linda”. Y enseguida repasé los ochocientos sesenta y cinco días que no había visto llegar a la Apolonia en mis sueños y que –¡qué terrible!-, esa marlenedietrich de pacotilla que era su madre permitía vivir a esos ojos tan hermosos y azules en semejante cuchitril.
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Por blanca, redonda y por parecerse indeciblemente a una hojuela de Pringles, le hemos dicho Papa Frita desde que nació. Como nunca lee este blog (naturalmente: no lo inscribo en mi aún inexistente Facebook), ni se va a enterar que hoy hablo de ella. Tendría unos seis años en la Navidad que la filmé, ella mudando de dientes. “La Navidad no son sólo los regalos. Es también la unión de la familia. Vengan por aquí…” dijo, coqueta, mirando el objetivo mientras caminaba hacia su cama, en donde destacaban una veintena de paquetes apenas acabados de desenvolver, esa mañana de Navidad. Papa Frita me ha dicho anteayer “¡Pa!... ¿Esta navidad me regalas dinero, así me compro las cosas que yo quiero?...”. Le dije: “Y si fuera así… ¿me quitarás el bloqueo entre tus contactos del Messenger?”. Se rió y aceptó, divertida. ¡Es tan bueno tener a Papita de vuelta!
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Escuché una vez contar a quien fuera gran futbolista (el mejor de su generación, efectivamente Pocho) que cuando niño, su familia era tan pobre que por toda cena había helado de vainilla, el cual el padre conseguía a duras penas para la decena de sus hijos; emocionado, contaba que las navidades, para él, no serían lo mismo sin helado de vainilla. Para la navidad de 1972 mis papás, mi abuela María, Carla y Alfredo se habían ido a Ecuador, en un paseo disipador del annus terribilis que hubimos de vivir por la partida del abuelo. Anna y Carlos Montes quedaron a cargo de los que nos quedamos (Caro, Chicho, Lucho y yo). Como en esas épocas no sabíamos de economías ni de encargos ni de esperar regalos que no llegaran exactamente en la fecha de Navidad, lo que los cuatro recibimos fueron apenas libros. Me acuerdo la cara de desilusión de Chicho cuando abrió su paquete y vio un libro de aventuras. Rápidamente deshice el envoltorio del paquete destinado a mí y vi un ejemplar de Robinson Crusoe; “No te preocupes”, le dije procurando levantarle el ánimo, “Cuando regresen de Ecuador tendremos nuestros verdaderos regalos” (evidentemente, no le dije nada sobre lo frustrante que había sido no recibir un buen juguete, como era de natural rigor). En efecto, apenas pasado el año nuevo, los regalos-juguetes llegaron y se fueron al pronto olvido con que los niños remitimos esos vistosos plásticos madeinusa (o ahora, inthailand) al depósito más oscuro de la casa. Mas sin en cambio, del modo más indeleble grabado en la memoria, ahí sigue Robinson Crusoe mirando sobre la arena de la isla que lo cobijaba, las inquietantes huellas de un Viernes recién llegado. ¡Cosas la Navidad, del helado de vainilla, o a lo mejor quién sabe!.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Oiga, ya pues Metronomo, no sea flojo... pongase a escribir en este 2009, sino le digo a Cumpa-man para que le limpie el piputi...