La liaison del fútbol con la lengua castellana, especialmente con la que se habla en la costa central peruana se extiende mucho más allá de los sobrenombres con los que se reconoce en las canchas las habilidades o defectos al jugar. Sobre esto me explico: Alfredo, mi hermano, fue en sus mejores días un Gramajo (bullidor centro forward –así se decía en la época de Artacho y Pregón Deportivo, en Radio Unión- del Rosario Central), el Dr. Hohagen fue Pecucrú (en una fútil intentona de emular simultáneamente a Pelé, Cubillas y Cruyff en sus poco inspiradas gambetas), Victorita era Sócrates (jugador lacónico, pecho frío y muchas veces apático). Confieso que a mí me hubiera gustado ser como El Loco Burella (cumplidor y excéntrico portero crema, de las temporadas ´70 y ´71), pero hasta donde recuerdo, a las justas llegué a ser otro Quiroga. En mi infancia y adolescencia hubo, ciertamente, varios Gatti, Chumpis, y Lolos.
A pesar de que el tema supondría (o más, exigiría) un estudio exhaustivo, dudo que académicos peruanos alguna vez tomen en serio esta vinculación y le dediquen algo más allá de una sonrisita de desprecio. Estoy seguro que a Martha Hildebrandt el fútbol le debe llegar a la altura de la pucheca izquierda y Marco Aurelio Denegri debe sublevarle más el uso indiscriminado de la palabra fulbito, por sólo citar a dos prominentes y televisivos lingüistas (los demás, seguramente deben invertir su caro académico tiempo en aburridísimas conversas sobre declinaciones, vocativos y quechuismos, hasta donde supongo).
Amplío el concepto a analizar en un solo párrafo: cuando uno va a beberse un buen Tragodara, éste debe estar servido bien Eladio Reyes, como mínimo. Es menester de toda persona que se precie de urbana no andar Calatayud, aún cuando lo haga en su propia Casaretto, porque se le podría ver el Walter Daga (por alusión a su firma, que cuando se dispone convenientemente sobre un papel viene a ser casi una lisura: W==D). Si por la calle uno ve andando una gamberra ricotona, Rubianes y que esté ‘Cachete’ Zúñiga, jamás habrá de decirle que tiene un buen Ravello o tremendo Kulisic, ni mucho menos aún mentarle un subido piropo que rece "¡Qué buen Chiquillo Duarte!" (ésta podría asumir que uno quiere ser su Montero Castillo). Demás está decir que si uno va se lanza al ruedo con epítetos de tal magnitud corre el riesgo de quedar por siempre Solano, postergando indefinidamente el natural impulso que dicta el Bergomi (en Holanda llamado Vercauteren o, más televisivamente, el Almanzo, el personaje de La Familia Ingalls, con 'p'). En mis tiempos, por cierto, al mentiroso se le llamaba Palinha, en tanto que al huevas tristes se le nominaba indistintamente Tarantini, Pavoni, Estupiñán o más hiperbólicamente Batata (malogrado jugador brasilero: calzaba 46). Y si por llegar Tardelli un pasaba tremendo Rocheteau, era mejor que no ocurriera cuando se trataba de pagar las cuentas de la tarjeta de crédito porque de inmediato a uno lo ponían en la categoría de Morosini (que si bien era narrador, su fuerte era el fulbo). Esto, de cajón (como diría Marcos Calderón).
Es largo el tema, por cierto, y esto no es más que el comienzo (de Pasarella, pienso que no quería compartir estas ideas y que no quedaran colgadas en mi mente). Acabo aquí, dejando también la inquietud a mis lectores a fin de engrosar esto que pretende ser el inicio un sesudo tratado que vincule dos de las pasiones más queridas al varón limeño promedio: la lengua y el fulbo.
Ahora me voy porque me voy a saludar a Pichirro Drago (que era basquetbolista, por cierto) y de ahí parto (o sea, Zacarías juega con Muni) con mi pata el Chinaglia a dar una vueltita en mi Carranza. ¡Sluips!...
A pesar de que el tema supondría (o más, exigiría) un estudio exhaustivo, dudo que académicos peruanos alguna vez tomen en serio esta vinculación y le dediquen algo más allá de una sonrisita de desprecio. Estoy seguro que a Martha Hildebrandt el fútbol le debe llegar a la altura de la pucheca izquierda y Marco Aurelio Denegri debe sublevarle más el uso indiscriminado de la palabra fulbito, por sólo citar a dos prominentes y televisivos lingüistas (los demás, seguramente deben invertir su caro académico tiempo en aburridísimas conversas sobre declinaciones, vocativos y quechuismos, hasta donde supongo).
Amplío el concepto a analizar en un solo párrafo: cuando uno va a beberse un buen Tragodara, éste debe estar servido bien Eladio Reyes, como mínimo. Es menester de toda persona que se precie de urbana no andar Calatayud, aún cuando lo haga en su propia Casaretto, porque se le podría ver el Walter Daga (por alusión a su firma, que cuando se dispone convenientemente sobre un papel viene a ser casi una lisura: W==D). Si por la calle uno ve andando una gamberra ricotona, Rubianes y que esté ‘Cachete’ Zúñiga, jamás habrá de decirle que tiene un buen Ravello o tremendo Kulisic, ni mucho menos aún mentarle un subido piropo que rece "¡Qué buen Chiquillo Duarte!" (ésta podría asumir que uno quiere ser su Montero Castillo). Demás está decir que si uno va se lanza al ruedo con epítetos de tal magnitud corre el riesgo de quedar por siempre Solano, postergando indefinidamente el natural impulso que dicta el Bergomi (en Holanda llamado Vercauteren o, más televisivamente, el Almanzo, el personaje de La Familia Ingalls, con 'p'). En mis tiempos, por cierto, al mentiroso se le llamaba Palinha, en tanto que al huevas tristes se le nominaba indistintamente Tarantini, Pavoni, Estupiñán o más hiperbólicamente Batata (malogrado jugador brasilero: calzaba 46). Y si por llegar Tardelli un pasaba tremendo Rocheteau, era mejor que no ocurriera cuando se trataba de pagar las cuentas de la tarjeta de crédito porque de inmediato a uno lo ponían en la categoría de Morosini (que si bien era narrador, su fuerte era el fulbo). Esto, de cajón (como diría Marcos Calderón).
Es largo el tema, por cierto, y esto no es más que el comienzo (de Pasarella, pienso que no quería compartir estas ideas y que no quedaran colgadas en mi mente). Acabo aquí, dejando también la inquietud a mis lectores a fin de engrosar esto que pretende ser el inicio un sesudo tratado que vincule dos de las pasiones más queridas al varón limeño promedio: la lengua y el fulbo.
Ahora me voy porque me voy a saludar a Pichirro Drago (que era basquetbolista, por cierto) y de ahí parto (o sea, Zacarías juega con Muni) con mi pata el Chinaglia a dar una vueltita en mi Carranza. ¡Sluips!...
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