(El Metrónomo, Parque Central de Miraflores, circa 1964)
Todos decían que Pajarito se apellidaba como el alcalde. Mi razón infantil no me permitía entender cómo podría ser ello posible: el alcalde era buen mozo, robusto, blanco, vestía bien y tenía unos bigotes imponentes; Pajarito, en cambio, era flaquísimo, muy moreno y llevaba siempre ropas raídas, de tallas enormes, que evidenciaban mucho más lo raquítico que era su bigote cano. Yo no lo conocía, pero Felipe sí. Cada vez que lo cruzábamos en la calle (Pajarito parecía siempre ir andando sin prisa y sin ningún rumbo) Felipe lo saludaba con ese distintivo acento chinchano "¡Pajarit-to...!". Él entonces levantaba una mano y le contestaba por su apellido o le decía "¡Hola, patita...!". Algún tiempo después yo también lo empecé a saludar y, reconociéndome, me decía "¡Hola, Barrientitos!" (dicho sea de paso, Barrientitos somos hasta ahora: aún hoy a la gente les cuesta distinguir a un Carlos de un Alfredo o a un Lucho de un Chicho; ha sido frecuente que me pregunten "Pero... ¿no eras tú el médico que vivía en Puerto Rico?").
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En la mañana de una navidad -tan calurosa como todas las navidades que recuerdo de mi chinchanidad- Chicho y yo salimos a mirar las revistas hacia el kiosko de la esquina de Benavides y la Plaza de Armas; metros más allá de la puerta del consultorio del Doctor, a la altura del Cine Chincha, nos cruzamos con el alcalde, que estaba conversando con alguien. Al pasar lo saludamos con un tímido buenos días y él nos respondió apenas mirándonos desde la (entonces) enorme estatura con un hola condescendiente que dejó desprenderse apenas de su boca de bigotes plateados, mientras echaba la mano al costado en un gesto rápido para aventar la ceniza del cigarro que tenía encendido, lejos de su impecable y radiante guayabera blanca y de sus brillantes zapatos negros. "¡Vamos ya!", me dijo Chicho, mientras yo empezaba a pensar en lo contradictoriamente sonriente que era ver al alcalde cada vez que iba a saludar al Doctor. "La gente mayor es rara... ¡a veces déspota!", pensé, estrenando el adjetivo que había copiado recién a mi mamá (como en muchas cosas, hasta hoy esa sentencia parece ser siempre certera). Apenas a unos pasos de ahí distinguí la figura enclenque y bamboleante de Pajarito, que caminaba justo hacia nuestro encuentro: esta vez vestía todo de blanco, con ropa bien entallada pero que desentonaba con unas botas marrones y muy sucias, visiblemente más grandes que los que sus pies precisaban. Venía muy sonriente y, bajo el brazo, llevaba un pavo vivo. "¡Hola, Pajarito!", dijimos Chicho y yo al unísono. "Oyyyy... ¡dos Barrientitos!", dijo, "¿han visto qué bonito pavo?" y entrecerrando un ojo y frotándome la cabeza con la mano libre nos dijo "Lo llevo a mi casa, para mis hijitos...". "Chau, Pajarito, chau", le dijimos, mientras él seguía caminando en precisa dirección a la puerta del cine. Mientras Chicho avanzaba, yo esperé a saber qué ocurría, a ver si con el cruce de Pajarito con el alcalde se produciría algo así como un evento de carácter cósmico. Cuando estuvo junto al alcalde, le tocó las espaldas. Lo que siguió a ello fue algo así como una escena de película muda, cuyos diálogos hoy entendería mejor que entonces: Pajarito movía la mano, como explicando algo denso, el alcalde volteó hacia la persona con la que hablaba antes de que llegara Pajarito y levantó la mano hacia su cabeza, moviéndola como en círculos. Luego la metió en uno de los bolsillos de la guayabera y sacó algo que entregó a Pajarito y -tal como si echara nuevamente la ceniza de su cigarro- tiró la mano varias veces, como despidiéndolo. Pajarito miró lo que el alcalde le había dado (todos sospecharíamos que era dinero) y, quién sabe si en un acto que tenía tanto de heroismo como estupidez (largamente sinónimos), echó los papeles doblados a los pies lustrosos del alcalde y retornó a caminar con el pavo siempre bajo el brazo. Metros más allá, levantaba el brazo y daba voces que ya no alcancé a escuchar. "¡Oye!", me gritó Chicho, quien ya estaba casi por llegar a la esquina. Me eché a caminar mirándome la punta de los zapatos jurando que jamás usaría ninguno que no fuera de mi talla y deseando fuertemente que los hijos de Pajarito hubieran recibido de Papá Nöel regalos más bonitos que los que había recibido yo.
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Como siempre, en la noche de navidad del año en que yo tenía ocho, el Doctor y mamá se había ido a dormir temprano. En la habitación en que dormíamos Alfredo, Chicho y yo (que es, según el perfecto plano que Alfredo reconstruyó hace poco, la primera que daba al salón-comedor desde la sala) la curiosidad de saber qué regalos recibiríamos no impidió que nos durmiéramos alrededor de las diez. Debo haber despertado alrededor de las once como consecuencia de un cuchicheo extraño que percibí venía cerca de los muebles del comedor. Con una mezcla de inquietud y al borde de quedarme sin aliento me levanté calladamente, fui hasta la cama de Alfredo y sacudiéndolo casi sin voz le dije "...¡Es Papá Nöel! ¡Está en el salón!", pero no hubo modo de que se despertara. Recuerdo que temblé... ¿debería abrir la puerta y ver a Papá Nöel cumplir con su misión, tan secreta y tan grata?. Caminé los dos o tres pasos hasta la puerta, tomé el pestillo, me asomé a su borde y con ojos muy abiertos empecé a abrirla, lenta, lentamente, mientras el cric cric de las bolsas de plástico me desacompasaban el corazón...
(Le cuento algo... Nadie en este mundo puede ver a Papá Nöel, nadie, ni siquiera alguien que se toma las licencias literarias que quiere. Nadie, ni aún los niños que alegan que alguna vez distinguieron una de sus manos colocando esos perfectos morteros que lanzaban proyectiles de brillante plástico rojo que tan bien funcionaron años de años cuando jugábamos a la guerra después, en los jardines oscuros del Hospital mientras vivimos ahí. No. Nadie podrá decir que las manos de Papá Nöel son extrañamente parecidas a las del Doctor, ni que los bordes blancos de del lanudo traje blanco y rojo -¡patrañas del marketing!- eran exactamente iguales a los de su pijama de lino celeste. Nadie. Porque acaso nadie, como yo -y sólo yo- descubrió que Papá Nöel sí existe, y que siempre estará ahí las noches de navidad para que los niños buenos -o no- tengan al despertar juguetes, o a lo mejor, el regalo de la historia del niño que por una vez en la vida fue capaz de ver llegar a Papá Nöel...)
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Todos llamaban a Guayulipi 'Guayulipi' porque era tan poco aplicado en el Colegio, que cuando cantaba "Are you sleeping, are you sleeping, brother John, brother John?" él pronunciaba como lo escuchaba, o sea, "Guayulipi, guayulipi, bróder yon, bróder yon?" y desde ahí le quedó la chapa. Aparte de sus hermanas -todas muy lindas y muy reinas de Chincha- Guayulipi nunca tuvo mucho de qué jactarse, aparte de una incuestionable pepa, la que -mal que bien- le ermitía el válido recurso del gigoleo.
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Cerca de una navidad universitaria, cuando las tradiciones para uno empezaban a minimizarse o a considerarse como cosas de tíos, con el Dr. G. estuvimos andando por el Parque Central de Miraflores echando una miradita a las chicas que venían de todas partes de Lima (eso fue una concesión democrática: más propio hubiera sido decir, de las mejores partes de Lima) a vender polos teñidos, zapatos, jeans y toda clase de adornos y juguetes. El Dr. G vivía entonces en la calle Grau, en casa de sus primos (los hijos de quien fuera muchas veces alcalde) y nosotros en el clásico departamento de mi padre, en la Diagonal, de modo que éramos prácticamente del barrio. Una de las costumbres bizarras del Dr. G., entonces aficionado al buen comer, consistía en echarse todas las tardes atracones de papas rellenas en la esquina de Grau con Berlín, en la carretilla de José, el cocinero moderno (no quiero pasarme aquí de calificativos: José, como podría suponerse bien, tenía modales muy delicados y femeninos). Cuando estábamos con el Dr. G. dando una última vueltita al Parque, nos cruzamos con Guayulipi, quien ocasionalmente gorreaba cobijo en casa de los primos de G.. Llevaba una radio más o menos moderna en las manos. Al vernos nos dijo "Oe... ¿no saben de alguien que quiera comprar una radio? Está buena y suena fuerte...". Nos levantamos de hombros diciéndole "¿Y quién va a querer una radio así, compadre? Se ve malaza...". Entonces Guayulipi dijo "Loco: si no la vendo no voy a Chincha, no tengo plata ni para el ómnibus. Esta vez sí quiero pasar navidad con los viejos, ¿manyas?". "Ni idea", dijimos al unísono. Él dijo "¡Ya, qué chucha!", se acomodó la radio entre las manos y lo vimos alejarse apurado y sin despedirse.
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El Dr. G. sugirió entonces ir a comer unas papas rellenas. No le contradije, así que caminamos las cuatro cuadras que nos separaban del kiosko de José (las probé en más de una ocasión, a decir verdad, y siempre supieron muy rico; lo que sí, siempre tuve no sé qué resquemor al verlas manipuladas, crudas y enharinadas, en las tan poco femeninas manos de José, como si en algún momento de mi distracción sus uñas largas y cuidadas se fueran a incrustar subrepticiamente en las papas, echándolas a perder). Esa vez, al llegar, G. saludó a José y le pidió para él dos papas. Yo decliné.
El Dr. G. sugirió entonces ir a comer unas papas rellenas. No le contradije, así que caminamos las cuatro cuadras que nos separaban del kiosko de José (las probé en más de una ocasión, a decir verdad, y siempre supieron muy rico; lo que sí, siempre tuve no sé qué resquemor al verlas manipuladas, crudas y enharinadas, en las tan poco femeninas manos de José, como si en algún momento de mi distracción sus uñas largas y cuidadas se fueran a incrustar subrepticiamente en las papas, echándolas a perder). Esa vez, al llegar, G. saludó a José y le pidió para él dos papas. Yo decliné.
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"¿Y por qué estamos hoy sin música, José?", dijo G. "¡Ay, Mario!... ¿y cómo te has dado cuenta?", dijo José con su voz afeminada. G. le contestó, echándome una mirada, "Es que no veo tu radio, compadre, ¿dónde está tu radio? ¿es que no la has traido hoy?...". José echó un larguísimo suspiro y miró a algún punto distante del aire. "No. No la traje hoy, Mario. Ahí debe estar, en la casa, seguro...". G. bufó y me echó otra mirada cómplice y engullendo un gran trozo de papa rellena con cebolla me empujó con el hombro hacia el borde de la banca donde estábamos sentados "Es la Navidad, Carlitos, ¡es la Navidad...!, ¡Ho, ho, ho!".
(Entonces, no sé bien por qué, deseé fervientemente que esa vez Guayulipi sí llegara...)
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(A pedido de El Papi, del cuaderno de autógrafos de 'El Metrónomo', 1972)
3 comentarios:
Justamente esta semana use la palabra "déspota" cuando le daba sinonimos a un boricua que me estaba describiendo una persona de tales características... debo decir que no me entendió.
se paso pa'l cusco, dijuno...
Ojala que Guayulipi haya llegado a su destino...muchos nunca lo haremos!
HPF
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