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San Francisco en Enero atardecía con el sol y la neblina de algunos domingos de Lima en Julio. Habíamos llegado en una van gigantesca, tras cuatro jornadas de una excursión que empezó en Los Ángeles y que -habiendo pasado por Las Vegas y Tahoe- repostaba finalmente por un par de días en la ciudad de las colinas, los cable cars y el enorme puente naranja.
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Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando nos instalamos en el viejo Holiday Inn de 8th. Street, a media cuadra de Market. Mientras desempacábamos las cosas y los chicos empezaban a entretenerse con la televisión y saqueaban el mini bar, me llamó Chicho. “Alito… Tenemos que encontrar pronto una lavandería. Aquí me quieren enterrar con la ropa que se han ido cambiando en estos cuatro días. ¿Cómo hacemos?”. Con aires de suficiencia le dije que nada más fácil que buscar una lavandería de ésas de fichas por los alrededores. “Deja que busque en la guía y te llamo”, añadí. En efecto, tomé prestamente las páginas amarillas y ubiqué, ¡oh, grata sorpresa!, que había una de ellas sobre la misma 8th, entre Minna y Natoma, apenas a cuadra y media de donde estaba el hotel. Llamé a Chicho y quedamos en encontrarnos quince minutos después abajo, en el lobby. Chicho e Ileana bajaron con sendos y pesados bolsos, mientras yo iba solamente con uno, más liviano. “Está aquí cerquita”, insistí, “así que la vamos a tener suave”.
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Caminamos el breve trecho hasta la lavandería y justo en el momento en que entrábamos, empezaba a abrir la puerta una mujer morena y espigada que lanzaba al aire la mano que le dejaba libre el bolso de ropa y vociferaba lisuras en castellano. “¡Sí, sí, habla lo que quieras, condenada mamera!” terminó diciendo a alguien que estaba dentro del local y tiró la puerta casi sobre nuestras narices. Vimos que dentro había unas dos o tres personas y, sobre el lado del fondo, donde estaban las secadoras, una mujer regordeta que se afanaba en meter monedas a una de ellas, refunfuñando. Apenas entramos, la lavandería volvió a quedar en silencio, salvo por el monótono ronroneo de las máquinas que zumbaban en medio de un fuerte olor a detergente. Chicho me dijo, señalando una lavadora: “Agarra mejor ésa, la más chica, y nos dejas estas otras dos”, cosa que acepté de inmediato. Metí la ropa y las monedas y tras unos veinte minutos que me parecieron brevísimos, el clinclin de la máquina me avisaba que la ropa estaba lista para el secado. “Chirrín, me voy para el fondo, para ir adelantando…”, le dije, y él asintió levantando los ojos de la revista que leía. Chapé mis cacharpas y me dirigí hacia las secadoras.
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Por esos remilgos que uno tiene y que no sabe a qué atribuir excepto a una secular timidez que los años disfrazan pero no curan (manifiestos tanto a la hora de darse la paz en la misa, como a la hora de sentarse en alguna mesa del restaurant que no esté pegada a una de las paredes), tomé posesión de una de las secadoras del extremo izquierdo, a varios cuerpos de la mujer que, entre murmullos, seguía doblando prendas y guardándolas en uno de los maletines que tenía alrededor de sí. “Grosera… ¡ordinaria!” empezó a decir, en inglés y a un par de pasos de donde yo estaba, “¡Qué le costaba dejarme una!”. Me hice el desentendido, del mismo modo en que lo hago cuando alguna señora empieza a renegar detrás de mí en la cola de un banco, y fue que dirigí una rápida mirada hacia el techo, como queriendo decirle algo así como no entendí nada. Al parecer, tal desentendimiento no melló el ánimo de la mujer de contar a quien se pusiera a tiro sobre el griterío que escuchamos al llegar a la lavandería. “¡Tremenda perra!” –dijo- “¡Se había agarrado cuatro secadoras para ella sola! ¿lo puede creer?, ¡cuatro para ella sola!”. Me encogí de hombros y eché un vistazo a Chicho e Ileana, como calculando el tiempo que les faltaría para acabar sus ciclos de lavado. Inútil: ellos seguían con los ojos pegados a sus revistas. La mujer ya estaba delante de mí empezando a contarme con detallado pormenor las incidencias de lo que casi había llegado a las manos. “… Y cuando le dije que usaría la que estaba libre, la de la esquina, la muy condenada tomó mis cosas y con el más grande desparpajo las echó al piso, sin hacerme caso. ¡Eso me enfureció!...”. A esas alturas hubiera pasado por muy malcriado si al menos no hubiera asentido. “Mmmm…”, dije por toda respuesta. “¡Ladrona!”, siguió la mujer, encaramada en una cólera que iba creciendo a medida que reeditaba el incidente. “¡Ja! ¡Pero no me extraña! ¡me queda claro que todos son unos ladrones!”, dijo bufando y agachándose sobre su ropa en una pausa que me dio apenas el tiempo para estudiarla con algún detenimiento. Como dije, era una mujer baja, regordeta y poco agraciada, de aspecto –hubiera dicho yo- salvadoreño o guatemalteco, con unas greñas negras descuidadas y sucias. Sus manos eran gruesas y se veía que estaba habituada a las labores manuales; llevaba puesta una camiseta blanca, barata y sin estampado, y unos jeans negros cuyas bocamangas arrastraba visiblemente. “¿Y Ud. qué opina de eso?”, me dijo, sorprendiéndome en su plena observación. A esas alturas, apenas minuto y medio después de haber llegado, estaba yo envuelto en una conversación tan impensada con indeseable.
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“Bueno…” –dije, mientras ordenaba el inglés en la cabeza- “No sé exactamente a qué se refiere, pero al llegar aquí oí algo de la discusión que esa mujer y Ud. tenían. No imaginaba que hubiera sido por las secadoras”. Ella me miró, ya con franca confianza. “Son todos unos ladrones” –dijo- “¿Sabía Ud. eso?”. La miré con perplejidad y le dije que eso no lo entendía. Ella empezó a hablar como para sí diciendo “Son todos iguales los que llegan aquí… Primero son dulces y te convencen, pero después sacan las garras y se quieren quedar con todo. ¡Con todo!”, dijo levantando el puño. Como dije, su aspecto me parecía el de una inmigrante centroamericana, a lo sumo de segunda generación (¡vaya uno a saber cómo diferenciar entre la fisonomía de un inmigrante de primera generación del de uno de segunda!, pero es más o menos como lo percibí en ese momento), y fue por ello que su argumento me pareció rebuscadísimo. “¿Ellos? ¿Todos los que llegan?...” -recuerdo que pensé- “¿Quiénes son ellos? ¿Es que acaso ella no llegó también de algún lado?”. La miré con aire cándido y le pregunté directamente “No la entiendo muy bien, señora, ¿a quién se refiere Ud. con ellos?”. “¡A todos!”, dijo furibunda, “¡a todos!”, y no apostrofó el “todos ustedes” –calculo- porque ya a esas alturas de la conversación debí haberle parecido lo suficientemente decente como para darme una consideraba coba. “¿Es que acaso no sabe –continuó- que todo el tiempo nos hacen lo mismo y nos vienen a robar las cosas?”. Levanté los hombros nuevamente. “¿No lo entiende?”, insistió. Decidí encarar frontalmente el tema y le dije que no, que no la entendía en absoluto. “¡Ah!, le lo voy a explicar”, dijo, “Todo el que llega aquí se cree con el derecho suficiente como para quitarnos lo que es nuestro. Eso ha pasado desde siempre”. Le dirigí otra mirada que le pedía más explicación y, titubeando, le pregunté “Pero ¿es que acaso Ud. no llegó también de algún lado?”. Eso pareció herirla en lo más hondo: dio un paso atrás e inhalando aire como para adoptar un aire solemne dijo, echando el índice derecho hacia abajo varias veces “No, señor, ¡yo soy de aquí!”. “¿De aquí…?”, le contesté, “¿Es que Ud. no ha venido de ninguna parte?”. Me miró de un modo penetrante y dijo “No. Yo tengo el orgullo de ser una nativa. ¡Soy una india navajo!"
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Wow. Eso me sorprendió. Meneé la cabeza y el diálogo continuó así:
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- ¡Vaya!... De modo que Ud. es una navajo. Sé muy poco acerca de los indios navajos.
- Sí. Somos una tribu importante. De las más importantes de aquí. Es por eso que me enfurece comprobar eso que el que llega sólo es para quitarnos algo, como la mujer ésta, la latino que se adueñó de todas las secadoras como si fuera realmente la dueña…
- Navajo…
- Primero los españoles, después los blancos y los chinos, y ahora cualquier latino que llega aquí le debe parecer que todo esto es suyo… Pero perdón, veo que Ud. es latino. No lo digo como una ofensa. En todo caso, no lo digo por Ud.
- Gracias por ello, pero yo estoy aquí apenas como turista.
- ¿Cómo turista? –dijo desconfiada- ¿Y de dónde es Ud.?
- Soy peruano. Vengo de Lima, Perú –y ante su extravío dije- ¿Ud. sabe dónde está el Perú?...
- Mmmm… no. No lo sé. Pero es igual… Aquella mujer debía ser dominicana. Suelen ser las peores que se conocen.
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Fue entonces que una de las máquinas secadoras en las que ella había colocado su ropa sonó, indicando el final del turno. Se dirigió a ella mientras yo pensaba en alguna vinculación relativa a la cultura navajo. Lo único que vino a mi mente fue aquello del código de la Segunda Guerra Mundial que tanto sirvió al ejército americano durante la Campaña del Pacífico. Tomé la iniciativa. “Sé que su idioma es bastante difícil de aprender.” –le dije- “¿No podría Ud. enseñarme al menos alguna que otra palabra?”. Me miró con bastante desconfianza diciendo “¿Algunas palabras? ¿palabras de lengua navajo?”. Aproveché el infalible recurso de decirle que era escritor (piadosa mentira que tantas satisfacciones me ha dado), y que sería para mí muy valioso poder tener una versión de primera mano del contraste de una lengua americana nativa, toda vez que en mi país había florecido una civilización magnífica. “Los incas”, seguí, “¿Ha oído alguna vez sobre los incas? ¿ha oido alguna vez del idioma que ellos hablaban? ¿conoce algo del quechua?”. Meneó la cabeza y me dijo que no, que no había pasado del segundo año de la secundaria. “¿Escritor?”, continuó, mirándome desconfiada y prestando más atención a ese detalle que a mis preguntas, “¿Y qué palabra es la que le gustaría saber?”. Pensé rápidamente en alguna que fuera de uso general, de carácter contundente e indubitable. “¡Padre!”, le dije, “¿Cómo diría Ud. padre en navajo?”.
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Si hablar navajo, por lo que dicen, es cosa difícil, mucho más es intentar hacer una transliteración. Con un desarrollo gramático primitivo, la lengua navajo es fundamentalmente gutural, de modo que ciertas entonaciones, hasta donde oí esa tarde, deben efectuarse sacando el aire desde muy profundo de entre la tráquea y esófago. “Deeehné”, me dijo la mujer, “Es lo primero que uno aprende en navajo. Antes que el padre uno respeta a su nación. Dené es la primera palabra que uno aprende en mi lengua. Dené significa nación…”. “Quiero aprender”, le dije, repitiendo un castellanizado “Denée”. “¡Mal!” -dijo la mujer- “¡Deeeehné!”. Probé varias veces hasta que ella asintió, diciendo “Muy bien. Entonces padre se dice tschaeee-iá”. Intenté un “Chéeyá”. “¡Otra vez mal!” -dijo la mujer, esta vez sonriente- “¡Tschaeee-iá!”. Igualmente, repetí tschaeee-iá hasta ella lo aprobó. “Buen alumno. Podría aprender rápidamente”, me dijo. “Muchas gracias”, le contesté, “Y para devolverle el favor le quiero enseñar que padre en mi lengua, la lengua de los peruanos se dice tayta”. Ella se sonrió y ensayó el más extraño tayta que oí en mucho tiempo. (Por cierto, alguna vez leí que taita es una voz que proviene probablemente del catalán, significando lo mismo, padre, de modo que para no explicarle todo aquello a mi incidental interlocutora, la dejé creída que le enseñaba muy bien el quechua). “Y tu pueblo, ¿cómo se llama a sí mismo?”, me preguntó. Hice un gesto como que me había agarrado. “Ayllu”, resolví. “En quechua, mi pueblo y mi familia se dicen lo mismo, ayllu”. “Es bueno tener un nombre con el que identificarse.”, dijo, “Es la única manera de saber que tienes hermanos, que tienes una familia.”
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Un segundo timbre de otra de sus secadoras nos volvió a interrumpir, apresurándose ella en ir a doblar su ropa. Volteé hacia Chicho, que con Ileana ya estaba empezando a sacar sus cargas de las lavadoras, y él levantó hacia mí el mentón apuntando hacia la india de modo inquisitivo. Con la mano le dije algo así como un después te explico. La mujer terminaba de doblar un último pantalón (por el tamaño deduje que era de un varón) y yo le pregunté, en la esperanza de que por ahí podía toparme con alguna sorpresa. “Sólo por curiosidad, ¿le puedo preguntar su nombre?”. Con su rostro gordo y abotagado me dijo un seco “Annie. Mi nombre es Annie Lewis…”. “Ha sido un gusto Annie”, le dije, extendiéndole tontamente la mano, lo cual hizo que se descolgara uno de los bolsos que ya había puesto sobre los hombros. “En realidad no es ése mi nombre”, dijo, “En realidad odio ese nombre. Es un nombre de blancos. No es ése mi nombre”. “¿Y entonces cuál es?”, pregunté, más que nada por no saber qué añadir. Entonces la mujer pronunció algunas sílabas en ese inextricable y áspero lenguaje. “Dueh-Nah-Iéh. Es así como me llamo. Dueh-Nah-Iéh. Es la combinación del nombre de la familia de mi padre y el de la familia de mi madre. El clan de mi padre se llama Luces-Del-Cielo. El de mi madre Cuerpo-De-Agua, como un lago o un río. Y es así que mi nombre es Luces-Del-Cielo-Reflejadas-En-Un-Cuerpo-De-Agua. Mi madre solía decirme que soy Reflejo-De-Estrella-Sobre-Una-Laguna-Quieta. Es un nombre del que no podría estar más orgullosa. ¿Acaso no le parece un nombre del cual uno puede sentirse realmente orgullosa?”. Absorto, quedé literalmente boquiabierto: esa mujer tan poco agraciada tenía el nombre más bello que jamás hubiera yo escuchado. “¡Adiós, escritor!, ojalá disfrute de su paseo. A lo mejor alguna vez escribe algo acerca de esto…” dijo sin esperar mi respuesta, levantando los pesados bolsos de su lavado justo en el momento en que Chicho e Ileana se acercaban con los suyos. “Adiós, fue un gusto”, le contesté sin que ya me escuchara. “ ¿Y eso…?”, dijo Chicho. “Nada, Chirrín… cosas de escritores, apenas.”
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Han pasado siete años de esto que describo y la verdad es que ha habido muchas ocasiones en que he tenido la necesidad de contarlo, sin haberme propuesto seriamente hacerlo, en efecto. No obstante, en más de una ocasión -en alguna de las circunstancias en que se me dio por acomodar las siempre revueltas cosas de mi primer cajón (que, como todo primer cajón tiene por sino definirse como el más revuelto de la cómoda)- he salvado del olvido la libretita que tiene el logo verde del Holiday Inn de la 8th. Street en el que prestamente, al llegar de la lavandería, anoté las dos o tres palabras rescatadas de tan inusual charla. Una esquina, desteñida ya, ha ocultado para siempre la pronunciación de la palabra maíz. Tal vez sea buena la ocasión para, esta vez sí, comprometerme a escribir algo, alguna vez, acerca de ello. Quién sabe, sí, hasta sería buena idea escribir algo acerca de ello...
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// Padre, pueblo, luces del cielo, cuerpo de agua. Como si tener palabras en el fondo del cuerpo y ser necesario volcarlas. Padre, pueblo, luces del cielo, cuerpo de agua, tienda, desierto, caballo, libertad, agua, mujer, paz, libertad. Ojalá vida dar ocasión de conocer todas las que faltan: padre, madre, hijo, pueblo, mujer, paz, recuerdo. Ojalá, alguna vez, aprender a hablar lengua del hombre. Ojalá alguna vez tener suficiente paz para ello. Ojalá, escritor…...//
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