Yo contaba con ocho la tarde en que El Doctor nos dijo a Alfredo, a Chicho y a mí su consabido “¡Ya!, ¡suban al carro!” (cuando esto ocurría, por regla general era después de que nos hubiera dicho en inglés “Do you want to go to get something to eat?”, frase cuya pronunciación sólo era comparable con el perfecto “Put it off!” de cuando pedía apagar la luz). Eran las vacaciones que cerraban 1969 (¡tremendo año de alunizajes, clasificaciones y Modugnos!), pues me acuerdo que ya hacía calor y vestíamos pantalones cortos. El Doctor enfiló el Odsmobile desde Acequia Grande hacia la Av. Fátima, subió por Ayacucho, volteó en Chavín y tomó a calle Junín de bajada, justo hasta la esquina de la calle Ica, al edificio del japonés Osaki. Nos dijo “Llegamos, ¡bajen!”.
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Por harto conversadas, no abundaré en las causas que motivaban nuestra emoción por el fútbol, pero a esas alturas de la niñez era vital que uno hubiera tomado partido por algún equipo de la profesional. Hacía poco más de un año, mi madre nos había comprado unas tazas plásticas para poder identificar el menaje del creciente enjambre de sus hijos (en esa época ya éramos seisitos, tres varones in a row). A Alfredo le tocó una taza que tenía impresa la imagen del equipo de la “U” y la de Chicho, del Cristal. No me explayo sobre la que me tocó a mí porque sería motivo de justificado escarnio público. Sobre esto baste decir que la camiseta del equipo era listada y blanquiazul, sino con el que tuve que convivir hasta poder salir del clóset futbolero a fin de aclarar, urbi et orbi, que de ninguna manera podía ser hincha de un equipo con aspiraciones tan miserables que para sostener su precaria devoción llama a sus pares íntimos, y que según mi madre -pobrecita ella- me había tocado en suerte hinchar (creo que ya conté acerca de la enorme proximidad de ella con este deporte con la anécdota de cuando con El Doctor fueron a Río y conocieron el Maracaná, una tarde en que jugaba Pelé: “Qué bonito estadio, ¡hasta grass tiene!”, dijo mi mamá añadiendo acto seguido al ver el listado de los jugadores y sus números, “Huy, nos fregamos, ¡10!, ¡Pelé recién juega al final!”). Por sólo una semana aguanté tamaño baldón hasta que mi abuela –chiclayana como mi madre- acudió en mi ayuda sugiriéndome que podía ser hincha del hazañudo Aurich de Goyzueta, Próspero Merino, Schwagger y Carbonell; acepté, aclarando que fue una salida táctica y de no hard feelings para con mi madre, permitiéndome desembarazarme de tan patético como victoriano destino (credo quia absurdum: ¡victoriano!). Finalmente, como se publica en todas mis biografías, soy hincha del mejor equipo del mundo, cuyo nombre me guardaré de decir en honor a Lolo, al Chumpi, al Chemo y al Puma, gloriosos jugadores que lucieron su enseña. Pero más, Alfredo y yo éramos entusiastas seguidores de “Pregón Deportivo” [“Un canto de amistá, de buena vecindá, unidos nos tendrá eternamente…”] programa radial conducido por Óscar Artacho, quien –siguiendo el precepto britanófilo de los argentinos de la época que escondían bajo la alfombra del inglés futbolero raíces incuestionablemente ítalas- narraba todavía con vocablos dignos de los partidos inaugurales del Lima Cricket & Football Association allá por mil novecientos: insider (dicho insáider), forward (fógüar), half (jalf), goalkeeper (golquíper), throwing (fragüin), out (áus), free kick (friquí, del que alguna vez ya hablé) y hasta goal kick (golquí). [¡Corner decimos hasta hoy, así que no jodas, Goldo!].
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Pero volviendo al punto... Si bien aquella tarde en que salimos con El Doctor, éste no nos había dicho donde íbamos de modo que el detenernos ante la tienda de deportes nos hizo soslayar por dónde venía el asunto. Osaki –entonces en sus late twenties- era un hombre que atendía una pulcrísima tienda junto a su madre, una señora japonesa de pelo cano que vestía algo así como kimonos lustrosos. Nosotros íbamos regularmente a comprar ahí pelotas de pimpón y, al menos a mí, las amplias vitrinas de vidrio y aluminio en las que Osaki mostraba su mercadería siempre me había parecido una versión más ordenada y progresista que su contraparte, la tradicional “Casa Cuba” de la calle Santo Domingo, cubículo de pocos metros cuadrados que rápidamente saturaban dos enormes mostradores de madera. Cuando uno es niño, dicho sea de paso, no se fija en nimiedades tales como aquello de que vender una sola línea de productos puede o no ser rentable: desde que la “Casa Cuba” empezó a vender faldas de uniforme, escudos y galoneras, perdió su aura de almacén deportivo para volverse una especie de bazar informe, en donde mercaderías muy dispares y de calidad irregular convivían al lado de las selectas confecciones de Olímpico. “Doctor… -dijo Osaki a modo de saludo- ¿en qué lo puedo atender?”. “Aquí, quiero comprar chimpunes para los chicos, ¿tendrás como de sus tallas?”. Volteamos a mirarnos con los ojos enormemente abiertos, ¡nos iban a comprar chimpunes!
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En los presentes y sintéticos tiempos de Adidas Predator y Nike 90 (¡hasta tienen nombre!), los zapatos de fútbol de esa época resultarían reliquias. Los que nos compraron esa vez cumplían seguramente con los estándares aceptados para el Mundial de 1930: capellada negra -de rigor- y hasta la altura del talón (propiamente, botines), pasadores blancos y tan largos que pudieran atarse dando dos vueltas sobre el empeine y bajo el arco antes de armar el nudo, y seis cocos de madera sujetos con clavos, alineados en la suela por pares, dos filas adelante y una atrás. Osaki salió de la trastienda con tres cajas de color beige, de las cuales empezó a sacar los chimpunes. “¡Pruébenselos!”, nos dijo El Doctor. No había emoción comparable para un niño de esa edad y época como calzarse un par de chimpunes, amarrárselos fuertemente, ponerse de pie y sentir bajo los pies el cric cric cric de los cocos al caminar sobre el cemento. “¡Cuidado y se resbalan!”, advitió el Doctor. “¡A la chacra, a la chacra!, ¡vamos a la chacra a jugar!”, dijimos entusiasmados, saltando a su alrededor. “A la chacra. ¡Ya!, ¡vamos a la chacra!”. "¡Yeeeee!", dijimos Alfredo y yo, mientras recogíamos a Chirrín que, efectivamente, se había resbalado.
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De esa tarde, la primera vez en que jugué fútbol con chimpunes en la canchita que El Doctor había mandado a hacer en el rectángulo al lado de donde hoy está la piscina, añadiendo arcos hechos con listones de madera azul, me acuerdo solamente de la enorme cantidad de tierra que se me metió los zapatos nuevecitos y del enorme esfuerzo que es jugar sobre tierra prácticamente recién arada. Debo admitir que desde entonces “Gramajo” (Alfredo) tenía sus artes y Chirrín, enanito-que-se-le-cae-el-pantaloncito, demostraba un endiablado dribling (¡gracias otra vez, Artacho!), el mismo que lo caracterizó hasta sus días universitarios en la U.A.G. (o sea, por lo que le duró ser el muy cague de risa Chirrín que luego dio paso al lacónico doctor en que lo han convertido los años y el golpazo en la cabeza que se dio por saltar con sus chimpunes recién comprados). Yo no jugaba ni bolitas, razón por la que años después hube de camuflar tal impericia mediante el sabido ardid de meterme en el arco. Como fuere, la canchita de la chacra fue escenario de borrones, tiros al arco y pichangas hasta que nos mudamos a la casa de madera y al Doctor se le ocurrió construir una cancha de cemento, la cual está ahí hasta hoy como mudo testigo y lugar común (lugar común, porque en Chincha el que menos tiene una canchita de cemento en su casa), y esos primeros chimpunes ya habían cumplido una larga serie de campañas futboleras. Algunos años después, cuando vinimos a estudiar a Lima, los chicos del colegio usaban Adidas con suela y toperoles de plástico que sus padres se apresuraban a encargar de Argentina y, aquellos menos afortunados, habían de agenciarse los Merkur o más fallutes Bata Tigre. Hoy, en las esporádicas noches en las que acudo a jugar con la gente de la oficina a la cancha de grass sintético de Deporcentro, me veo en la necesidad de calzar esa especie de zapatillas plasticonas de enclenques y tímidos toperolcitos que hace rato dejaron de ser chimpunes. Ni siquiera cric cric cric hacen, caracho… ¡Si hubiera sabido cuánto iban a significar, vistos a la distancia, esos primeros chimpunes, estoy seguro que aún estarían en mi armario, esperando la oportunidad de saltar a la cancha a pegar pelotazos for good!
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[Hace un rato dejé de escribir porque me llamaban a almorzar un rico sancochado, con caldito, coles y salsa huancaína más. A mitad de comida Santiago me preguntó “Y, papá… ¿estás escribiendo para tu blog?”. “Ah, sí… -le dije- Estoy escribiendo algo acerca del día en que mi papá me compró mi primer par de chimpunes”. “¿Y eso cómo fue?”. Entonces le dije “¡Ah! ¡eso fue tal y como te pasó el día en que contigo fuimos a comprar tu Nintendo Wii!”. Abrió los ojos de modo descomunal y me dijo, emocionadísimo y dejando caer su choclo, “¡Asu!, ¿tanto así…?”. “Sí, compadre. Como cuando te compré ese Nintendo Wii…”. Y ahora me voy, porque debo llamar al Doctor por teléfono para contarle que creo que nunca le agradecí debidamente que esa tarde nos llevara a la tienda de Osaki, en la esquina de Junín con la calle Ica. No vaya a ser que, con el tiempo, Santiago se vaya a olvidar de hacer lo mismo…]
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Por harto conversadas, no abundaré en las causas que motivaban nuestra emoción por el fútbol, pero a esas alturas de la niñez era vital que uno hubiera tomado partido por algún equipo de la profesional. Hacía poco más de un año, mi madre nos había comprado unas tazas plásticas para poder identificar el menaje del creciente enjambre de sus hijos (en esa época ya éramos seisitos, tres varones in a row). A Alfredo le tocó una taza que tenía impresa la imagen del equipo de la “U” y la de Chicho, del Cristal. No me explayo sobre la que me tocó a mí porque sería motivo de justificado escarnio público. Sobre esto baste decir que la camiseta del equipo era listada y blanquiazul, sino con el que tuve que convivir hasta poder salir del clóset futbolero a fin de aclarar, urbi et orbi, que de ninguna manera podía ser hincha de un equipo con aspiraciones tan miserables que para sostener su precaria devoción llama a sus pares íntimos, y que según mi madre -pobrecita ella- me había tocado en suerte hinchar (creo que ya conté acerca de la enorme proximidad de ella con este deporte con la anécdota de cuando con El Doctor fueron a Río y conocieron el Maracaná, una tarde en que jugaba Pelé: “Qué bonito estadio, ¡hasta grass tiene!”, dijo mi mamá añadiendo acto seguido al ver el listado de los jugadores y sus números, “Huy, nos fregamos, ¡10!, ¡Pelé recién juega al final!”). Por sólo una semana aguanté tamaño baldón hasta que mi abuela –chiclayana como mi madre- acudió en mi ayuda sugiriéndome que podía ser hincha del hazañudo Aurich de Goyzueta, Próspero Merino, Schwagger y Carbonell; acepté, aclarando que fue una salida táctica y de no hard feelings para con mi madre, permitiéndome desembarazarme de tan patético como victoriano destino (credo quia absurdum: ¡victoriano!). Finalmente, como se publica en todas mis biografías, soy hincha del mejor equipo del mundo, cuyo nombre me guardaré de decir en honor a Lolo, al Chumpi, al Chemo y al Puma, gloriosos jugadores que lucieron su enseña. Pero más, Alfredo y yo éramos entusiastas seguidores de “Pregón Deportivo” [“Un canto de amistá, de buena vecindá, unidos nos tendrá eternamente…”] programa radial conducido por Óscar Artacho, quien –siguiendo el precepto britanófilo de los argentinos de la época que escondían bajo la alfombra del inglés futbolero raíces incuestionablemente ítalas- narraba todavía con vocablos dignos de los partidos inaugurales del Lima Cricket & Football Association allá por mil novecientos: insider (dicho insáider), forward (fógüar), half (jalf), goalkeeper (golquíper), throwing (fragüin), out (áus), free kick (friquí, del que alguna vez ya hablé) y hasta goal kick (golquí). [¡Corner decimos hasta hoy, así que no jodas, Goldo!].
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Pero volviendo al punto... Si bien aquella tarde en que salimos con El Doctor, éste no nos había dicho donde íbamos de modo que el detenernos ante la tienda de deportes nos hizo soslayar por dónde venía el asunto. Osaki –entonces en sus late twenties- era un hombre que atendía una pulcrísima tienda junto a su madre, una señora japonesa de pelo cano que vestía algo así como kimonos lustrosos. Nosotros íbamos regularmente a comprar ahí pelotas de pimpón y, al menos a mí, las amplias vitrinas de vidrio y aluminio en las que Osaki mostraba su mercadería siempre me había parecido una versión más ordenada y progresista que su contraparte, la tradicional “Casa Cuba” de la calle Santo Domingo, cubículo de pocos metros cuadrados que rápidamente saturaban dos enormes mostradores de madera. Cuando uno es niño, dicho sea de paso, no se fija en nimiedades tales como aquello de que vender una sola línea de productos puede o no ser rentable: desde que la “Casa Cuba” empezó a vender faldas de uniforme, escudos y galoneras, perdió su aura de almacén deportivo para volverse una especie de bazar informe, en donde mercaderías muy dispares y de calidad irregular convivían al lado de las selectas confecciones de Olímpico. “Doctor… -dijo Osaki a modo de saludo- ¿en qué lo puedo atender?”. “Aquí, quiero comprar chimpunes para los chicos, ¿tendrás como de sus tallas?”. Volteamos a mirarnos con los ojos enormemente abiertos, ¡nos iban a comprar chimpunes!
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En los presentes y sintéticos tiempos de Adidas Predator y Nike 90 (¡hasta tienen nombre!), los zapatos de fútbol de esa época resultarían reliquias. Los que nos compraron esa vez cumplían seguramente con los estándares aceptados para el Mundial de 1930: capellada negra -de rigor- y hasta la altura del talón (propiamente, botines), pasadores blancos y tan largos que pudieran atarse dando dos vueltas sobre el empeine y bajo el arco antes de armar el nudo, y seis cocos de madera sujetos con clavos, alineados en la suela por pares, dos filas adelante y una atrás. Osaki salió de la trastienda con tres cajas de color beige, de las cuales empezó a sacar los chimpunes. “¡Pruébenselos!”, nos dijo El Doctor. No había emoción comparable para un niño de esa edad y época como calzarse un par de chimpunes, amarrárselos fuertemente, ponerse de pie y sentir bajo los pies el cric cric cric de los cocos al caminar sobre el cemento. “¡Cuidado y se resbalan!”, advitió el Doctor. “¡A la chacra, a la chacra!, ¡vamos a la chacra a jugar!”, dijimos entusiasmados, saltando a su alrededor. “A la chacra. ¡Ya!, ¡vamos a la chacra!”. "¡Yeeeee!", dijimos Alfredo y yo, mientras recogíamos a Chirrín que, efectivamente, se había resbalado.
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De esa tarde, la primera vez en que jugué fútbol con chimpunes en la canchita que El Doctor había mandado a hacer en el rectángulo al lado de donde hoy está la piscina, añadiendo arcos hechos con listones de madera azul, me acuerdo solamente de la enorme cantidad de tierra que se me metió los zapatos nuevecitos y del enorme esfuerzo que es jugar sobre tierra prácticamente recién arada. Debo admitir que desde entonces “Gramajo” (Alfredo) tenía sus artes y Chirrín, enanito-que-se-le-cae-el-pantaloncito, demostraba un endiablado dribling (¡gracias otra vez, Artacho!), el mismo que lo caracterizó hasta sus días universitarios en la U.A.G. (o sea, por lo que le duró ser el muy cague de risa Chirrín que luego dio paso al lacónico doctor en que lo han convertido los años y el golpazo en la cabeza que se dio por saltar con sus chimpunes recién comprados). Yo no jugaba ni bolitas, razón por la que años después hube de camuflar tal impericia mediante el sabido ardid de meterme en el arco. Como fuere, la canchita de la chacra fue escenario de borrones, tiros al arco y pichangas hasta que nos mudamos a la casa de madera y al Doctor se le ocurrió construir una cancha de cemento, la cual está ahí hasta hoy como mudo testigo y lugar común (lugar común, porque en Chincha el que menos tiene una canchita de cemento en su casa), y esos primeros chimpunes ya habían cumplido una larga serie de campañas futboleras. Algunos años después, cuando vinimos a estudiar a Lima, los chicos del colegio usaban Adidas con suela y toperoles de plástico que sus padres se apresuraban a encargar de Argentina y, aquellos menos afortunados, habían de agenciarse los Merkur o más fallutes Bata Tigre. Hoy, en las esporádicas noches en las que acudo a jugar con la gente de la oficina a la cancha de grass sintético de Deporcentro, me veo en la necesidad de calzar esa especie de zapatillas plasticonas de enclenques y tímidos toperolcitos que hace rato dejaron de ser chimpunes. Ni siquiera cric cric cric hacen, caracho… ¡Si hubiera sabido cuánto iban a significar, vistos a la distancia, esos primeros chimpunes, estoy seguro que aún estarían en mi armario, esperando la oportunidad de saltar a la cancha a pegar pelotazos for good!
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[Hace un rato dejé de escribir porque me llamaban a almorzar un rico sancochado, con caldito, coles y salsa huancaína más. A mitad de comida Santiago me preguntó “Y, papá… ¿estás escribiendo para tu blog?”. “Ah, sí… -le dije- Estoy escribiendo algo acerca del día en que mi papá me compró mi primer par de chimpunes”. “¿Y eso cómo fue?”. Entonces le dije “¡Ah! ¡eso fue tal y como te pasó el día en que contigo fuimos a comprar tu Nintendo Wii!”. Abrió los ojos de modo descomunal y me dijo, emocionadísimo y dejando caer su choclo, “¡Asu!, ¿tanto así…?”. “Sí, compadre. Como cuando te compré ese Nintendo Wii…”. Y ahora me voy, porque debo llamar al Doctor por teléfono para contarle que creo que nunca le agradecí debidamente que esa tarde nos llevara a la tienda de Osaki, en la esquina de Junín con la calle Ica. No vaya a ser que, con el tiempo, Santiago se vaya a olvidar de hacer lo mismo…]
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10 comentarios:
"Corner Dexter, el cigarrillo joven, para la gente joven!", "Foul!, y no se acalore amigo, tome su cristal helada!", "pan Baguette de Cuneo!", "Goooooooool, Baaaaaaaarrrriiiiington, el casimir perfecto de puuura lana, que no arruga ni a la fuerza!!". Artacho, Raul Goyburu, Javier Rojas ("y sobre todo...."-siempre habia un sobre todo), reinaron durante decadas en Radio Unión, hasta la aparición del gordo dientudo de Ovación. Que buenas epocas!
PD: El enanito del pantaloncito se va a picar!
¿Ya ves, papá? Ni se inmutó el enanito. Pa' mí que ya ni lee El Metrónomo. Seguro que está añorando las épocas en que se deba sus escapadas a Tlaquepaque a echarse unos hidalgos con toda la raza...
Mas bien, el que se ha quedado también calladito es Mi Cumpa, porque parece que él es íntimo, salvo error u omisión.
Oiga Cumpa, recuerdo que me compraron los primeros "chuzos" en la casa Player, eran negros, pasadores blancos, marca Olimpico, planta de madera con 6 "cocos" y con los clavos que se iban saliendo conforme se gastaban. Llegaron para mi cumpleaños el 73 junto con su pelota de cuero de 16 paños, la misma que cuando se caia a la sequia del parque pesaba una tonelada. Recuerdo que no me los quite por un par de semanas (y claro me saque la mugre varias veces) y despues de varios meses aun dormia con la pelota.
Es más, me acuerdo todavia que todo costo como 40 de los antiguos soles (unos 10 dolares de aquella epoca). Pensar que ahora a los muchachos les compras un Xbox de 400 dolares y a los dos dias ya te estan puteando por que quieren el que vale 600...
Y no se equivoque Cumpa, ni por error ni por omisión, que usted bien sabe que de cagón, ni un pelo.
Oye Papi, te acuerdas de las narraciones de las carreras de autos...Atención Artacho, Atención Artacho....Adelante Miguelito... cooooooooooooche a la vista !!!
- ¿Artacho...?
- ¡Escucho!
Miguelito de los Reyes, en efecto. Mi Cumpa tiene una memoria favorecida, la cual en incontables ocasiones superó la prueba de recitar equipos completos de la "U" entre 1975 y 1990.
Mención aparte, como bien señala, es a las pelotas de cuero. Con mis hermanos compartíamos una, a la cual -por sabio consejo del zapatero que le parchaba ocasionalmente el bladder- untábamos con una bola de sebo de vaca para mantenerla piticlín. No obstante ello, al segundo o tercer partido se ponía más pesada que collar de zapallos; nada que ver con las pelotas vinílicas de la actualidad, que ni ni ganan peso con la lluvia ni se deforman (antes se ovalaban y decíamos 'No te sientes encima: la vas a ahuevar'... aunque, ¡bueno!, mi Cumpa se sentaba igual, pero eso se le daba por otra de sus aficiones).
Ya al aparecer 'Offfación, Un Perú En Sintonía... ¡a-rri-ba-pe-rú!...' se escuchó la llegada de Juan Iglesias ('Que todo sea felicidad y, como siempre, ¡a triunfarrrr...! ¡Muy buenas tardes deportivas!), de Míster Huifa, de Miguel Portanova Claros, todos cumplidores comentaristas y narradores, y del recordado Koko Cárdenas ('¡El hombre elegante que viste en Harry!') ilustrador comentarista basquetbolero que achacaba todo muy gravemente a 'la velocidad y-el-equi-li-brio...'
Entonces, Cumpita, ¿cuál es la pila?
Increible, verdaderamente nunca habia pasado por mi mente que el goldinho haya jugado fulbo alguna vez... alguna vez debe haber sido "Delgado"...
Mas "respecto" Oe!!!... Por lo menos pude estrenar los chimpunes. No asi los pantalones del colegio (de ahi lo de "enanito-que-se-le-cae-el-pantaloncito"). Ademas, no me resbale. Lo hice intencionalmente para aprender a no resbalar.
Por otro lado, siempre leo el Metronomo -tarde o temprano-; solo que a veces esta como los "forwards" de la Tia Ana Loria, no llegan por un tiempo y luego llegan todos "de cantazo".
Chicho se parecia a Dupuy, Alf al maestrito Estrada (del Union Huaral de Deportes) y el metronomo era el fiel reflejo del golerito Gamarra, ahijado de Javier Perez.
El Goldinho mas tiraba para Rubiños...
y te falto Pepe Quelopana!!!!!!!!!!
"¡La-la-la-lá, Unión Huaral, suitsuitsuit-suitsuit-suit-suit-suit-suitsuitsuitsuit-suit...!"
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