(Fragmento, Cap. XVI)
… Era cuando mi madre me untaba con árnica los chalazos que me salían cuando se me daba por mirar a los perros tirando en el parque. Pero eso era nada, porque ella -tras cortarme los uñeros y frotarme los juanetes con piedra pómez, a la que ella llamaba pómex, con equis- tenía que rasparme el ojo’e gallo que me salía en la planta del pie derecho y luego me ponía un callicida que era mundial. Las manos era más fácil, porque rara vez me salían sietecueros y después de esa maniquiú -así también decía ella, dizque hablando en francés- me ponía una de las cremas que tenía sobre la cómoda de su cuarto, junto a los espejos. Claro que para entonces yo ya me bañaba solo, nada más que con agua siempre helada, porque la cocina quedaba lejos del baño y a veces no había para el ron del calentador que colgaba de la ducha. Una vez me pegué tremendo resbalón y si hubiera sido por el alambre donde mi mamá todos los días colgaba pedazos de papel periódico, me daba con la cabeza en el retrete de granito gris, ése que tenía el tanque de fierro arriba y que se jalaba con una cadena que acababa en una pera de madera.
Así fue que un domingo, cuando la acompañé al mercado a hacer las compras y yo iba llevándole la canasta, vi colgado en un puesto un par de pantalones de ésos de los que ella había denostado tanto. “Es la perdición del mundo” –me decía” “¡La juventud ya no tiene valores, por María del Señor!... mira que ponerse estas ropas de tela tan gruesa y doblarse las bastas, como si no les importara lucir bien. ¡Nada bueno va a resultar de esto!”. Cuando ella se alejaba, agarré el pantalón y lo olí. La fragancia me impactó reciamente. “Veinticinco soles, joven. Es Orotex” me dijo la vendedora, una chola gorda y sudorosa. “Regreso más tarde”, le contesté, alcanzando a mi madre antes de que se diera cuenta de que en ese instante mágico, mediante un añil par de pantalones que me dejaron pintada levemente la mano, el destino había sabido encontrarme…
… Era cuando mi madre me untaba con árnica los chalazos que me salían cuando se me daba por mirar a los perros tirando en el parque. Pero eso era nada, porque ella -tras cortarme los uñeros y frotarme los juanetes con piedra pómez, a la que ella llamaba pómex, con equis- tenía que rasparme el ojo’e gallo que me salía en la planta del pie derecho y luego me ponía un callicida que era mundial. Las manos era más fácil, porque rara vez me salían sietecueros y después de esa maniquiú -así también decía ella, dizque hablando en francés- me ponía una de las cremas que tenía sobre la cómoda de su cuarto, junto a los espejos. Claro que para entonces yo ya me bañaba solo, nada más que con agua siempre helada, porque la cocina quedaba lejos del baño y a veces no había para el ron del calentador que colgaba de la ducha. Una vez me pegué tremendo resbalón y si hubiera sido por el alambre donde mi mamá todos los días colgaba pedazos de papel periódico, me daba con la cabeza en el retrete de granito gris, ése que tenía el tanque de fierro arriba y que se jalaba con una cadena que acababa en una pera de madera.
Así fue que un domingo, cuando la acompañé al mercado a hacer las compras y yo iba llevándole la canasta, vi colgado en un puesto un par de pantalones de ésos de los que ella había denostado tanto. “Es la perdición del mundo” –me decía” “¡La juventud ya no tiene valores, por María del Señor!... mira que ponerse estas ropas de tela tan gruesa y doblarse las bastas, como si no les importara lucir bien. ¡Nada bueno va a resultar de esto!”. Cuando ella se alejaba, agarré el pantalón y lo olí. La fragancia me impactó reciamente. “Veinticinco soles, joven. Es Orotex” me dijo la vendedora, una chola gorda y sudorosa. “Regreso más tarde”, le contesté, alcanzando a mi madre antes de que se diera cuenta de que en ese instante mágico, mediante un añil par de pantalones que me dejaron pintada levemente la mano, el destino había sabido encontrarme…
1 comentario:
Gran tipo ese David Peña. Recuerdo aquella vez en que siendo yo un mocosillo aún, me prestó su recién estrenada Indian 500, casi sin saber manejar (lo que él desconocía) me monté y salí disparado a campo traviesa dando trompicones con tan mala suerte que a la primera de bastos dí con mi humanidad por los suelos. La moto quedo muy maltrecha, pero David no me sacó nada en cara. Simplemente la levantó, le sacudió el polvo,le alineó cuidadosamente los retrovisores, me dirigió una mirada condescendiente y sin decir palabra montó en su moto y se fue.
Gracias metronomo por rescatar a este personaje del olvido. Ojalá nos depare Ud. mas anecdotas de "el rocanrolero.
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