Desde el segundo piso de Diagonal 550 se ve la esquina del Parque Kennedy que da a Schell, con su portete horriculento de concreto color naranja que, como parte de la modernización del parque, se construyó hace unos diez años. A esas alturas, algunas cuantas cosas ya se habían marchado para siempre de eso que podríamos llamar barrio.
El señor que, vestido invariablemente de terno y corbata, con barba y ojos caídos, parecía declamar algo que leía apenas moviendo los labios de un papelito que sacaba de uno de sus bolsillo, perpetuamente cabizbajo mientras recorría innumerables las veredas del parque entre las once de la mañana y las cinco o seis de la tarde. La leyenda urbana cuenta que había visto morir a su novia en sus brazos como consecuencia de que fuera atropellada mientras descendía de su auto para encontrarse con él en esa precisa esquina, que de eso no pudo recuperarse y que perdió por ello la cordura. Siempre escuché que era de una familia de nombre patricio, razón por la que su tenida era impecable las más de las veces (algunas cuantas veces lo vi con el terno muy arrugado y el cuello de la camisa negro, como si no se hubiera cambiado en varios días). Desapareció de esta esquina poco antes de la remodelación, circa 1990.
El heladero Juanito (o diminutivo similar). Cuadraba su carretilla de helados D'Onofrio en la esquina de lo que ahora es Palachinke (que está ahí desde 1976, más o menos) y meneaba una lata de ésas grandes (de Nescafé o Milo) que había llenado con piedras y gritaba algo así como '¡E'lo bueeeeeno!' (chas-chas-chas). Vestía una chaqueta blanca (de heladero) y un gorro (de heladero) con visera. Entonces ya tendría más de setenta años y la madre de Nano, que vivía en Henry Revett -a la vuelta de Diagonal- me contó alguna vez que tenía treinta años en la misma cantaleta, los veranos vendiendo helados y los inviernos, chocolates. Juanito dejó la esquina hacia 1975 ó 1976.
El loco Tres Pasos. A falta de nombre le pongo tal, puesto que andaba con zancadas enormes con unos zapatones, negros y gastadísimos. Usaba casi siempre sacos a cuadros chiquitos sobre un pantalón que parecía no cambiarse nunca; llevaba el pelo engominado o grasiento peinado con una raya muy marcada al costado. Acostumbraba a decir incoherencias a la gente con la que se cruzaba en sus excursiones por Larco, Schell y Diez Canseco y me parece recordar que alguna vez lo vimos, agachado en escuadra, untando su palma con un helado que se derretía sobre la vereda y lamiéndola luego detenida y fruiciosamente. Sólo anduvo por el barrio unos dos años, hacia 1975. Hoy ha sido reemplazado por otros excéntricos, uno de los cuales estudió conmigo en el colegio.
El Bowling Brunswick con su vistoso cartelito de neón que replicaba un jugador haciendo un strike. Antes de la construcción del Edificio Centro Líder (proyecto de éxito fallido y fugaz), el Bowling destacaba como punto de referencia de Miraflores. Tras descender por las escaleras de acceso, sobre la mano derecha uno veía una barra de estilo película americana en la que se vendían unos milkshakes que siempre me parecieron carísimos; sobre la izquierda estaba el mostrador donde uno iba a comprar las líneas que iba a jugar, atendida por un conserje que usaba los lentes de leer caidos sobre la nariz y que daba garbosamente una rociada de Wizard a los zapatos antes de entregarlos a los usuarios. El Bowling murió hace mucho: lo mataron la decadencia y la moda. Sus antes iluminados ambientes se fueron tugurizando para albergar mesas de billar gastadísimas mientras la juventud se fue haciendo más y más sórdida. Los ecos de pinos de campeonatos latinoamericanos se esfumaron a paso veloz (el poster de Danilo Roveda y sus 300 perfectos puntos así como los strikes de Hamleto, el venezolano que llegó juvenil y que se volvió un pro en la liga americana sin haber tenido el decoro de cambiarse el horrísono nombre). Hace unos meses entré, por pura curiosidad; la mitad de las pistas de madera blanca estaban apagadas y las mesas de anotación vueltas unas sobre las otras, dos mesas de billar con las buchacas amarradas a la mesa con alambres, el mostrador en la más patética ruina. Y como guiño curioso, el mismo dependiente de los anteojos sobre la nariz, peinando setenteras canas.
Sobre Schell, en el baldío que era el estacionamiento del supermercado Todos que estaba haciendo esquina con Los Pinos (donde hoy se instala Ripley) se estableció una carretita blanca y pintona que tenía sobre sí un cartel rojo que decía 'La Casita'. La correctísima señora que atendía ahí vendía unas hamburguesas caseras extraordinarias, sobrias y sin recargos, las cuales uno podía regar con una docena de salsas sabrosísimas: mayonesa, tártara, golf, de rocoto, de ají amarillo y así. Con José Miguel íbamos regularmente y a hora algo tardía (salida del cine, casi a medianoche, por ejemplo). Una noche la señora conversaba con alguien explicándole que le habían pedido que desalojara el terreno (la casita de madera no ocupaba más allá de diez metros cuadrados) pues ahí construirían algo. Sin embargo, continuaba, le había ido tan bien que iba a dar el primer pago para comprar la tienda de la primera planta del edificio que construirían en la otra esquina de Los Pinos y confiaba en que el negocio prosperara. No se equivocó: durante muchos años, La Casita constituyó el ícono de los fast foods miraflorinos y supervivió hasta hoy, sin desmoronarse como el Oscar's, el MacTambo o el MacDonald's bamba que se instaló en la esquina del pasaje Olaya y Diagonal (ahí Semiqui se manyaba dos "Big Macs" al hilo, y hago notar que los de este local precursor y que no pagaba la franquicia -con toda seguridad- hacía las hamburguesas de un volumen tal que fácilmente en cada una de ellas cabrían dos de las que vienen ahora en el autoservicio verídico). La Casita abrió un local en Larco, pero ahí no prosperó, acaso porque la señora fundadora (blanca ella, para no catalogarla con el peyorativo 'blancona', que al parecer designa al peruano de raza blanca caído en desgracia o en train d'ascention social) encontró mejores rumbos (figurativamente, se le casó la hija y se fue a vivir a Suiza, la misma que tras algunos años le pidió que vendiera todo y que la acompañara allá con los nietos; ahora vive en un feliz retiro, entendiendo perfecto los chistes que cuentan los vecinos en alemán, quienes encomian lo bien que sabe la frankfurter gruene sauce que prepara la señora que vino del país tropical).
El Taco del Queso. Sobre Los Pinos, en el conglomerado de edificios que quedó a medio hacer desde fines de los sesentas, hay una especie de mezzanine a la que se accede por una escalera oscura (me refiero al lado opuesto a donde quedaba Bronzo, la socorrida discoteca de los tiempos de correrías con el Dr. G, cuando ésta ya estaba viniendo a menos). Ahí funcionaba un billar, o sea, un taco. El regente del establecimiento, aquél que ponía un pedazo de papel bulky rasgado en alguna de las bandas para llevar registro de la hora de inicio, era El Queso. Individuo de inequívoco rostro andino, El Queso era escrupuloso llevador de cuentas, gerente, administrador, contador y janitor. No se amoscaba por el apodo y acaso nadie haya conocido jamás su verdadero nombre (lo cual me recuerda a 'Mozo', el mozo que nos atendía en el Chifa Susy, en Arenales, en la época de Lince, cuyo nombre se lo ha llevado la historia). Un detalle peculiar del que no me olvido es que El Queso, emulando alguna épica gesta western de Steve McQueen o Charles Bronson, llevaba siempre en la comisura de los labios un mondadientes, el cual manipulaba sobre alguno de los intersticios de sus molares con dedicada constancia de rato en rato. Me parece que el taco existe aún, pero El Queso fue desembarcado hace mucho ya. Ha algunos años que El Papi me contó que, al pasar por alguno de los cafés de moda de San Isidro, creyó reconocerlo haciendo de cuidador de autos: si bien no llevaba el mondadientes entre los labios, no había perdido la costumbre de marcar las horas de llegada de los autos en un papelito que embutía en los parachoques. Gajes del oficio, con toda propiedad.
Dejo para otra ocasión a los personajes y lugares menos públicos pero que proveyeron al Parque y sus alrededores de ese aire de misticismo y miraflorinidad tan peculiares: el Pelado del Parque, 'El Pozo de San Ramón', los roedores que pululaban por la efigie de Kénide (!), los fletes, Máximo (el portero, tan amigo de Alo Gayoso), las damas que se mercadeaban en la propia esquina de Berlín y Diagonal, la bodeguita de a la vuelta, el poste desde el que llovía todos los días a las seis y un largo etcétera.
El señor que, vestido invariablemente de terno y corbata, con barba y ojos caídos, parecía declamar algo que leía apenas moviendo los labios de un papelito que sacaba de uno de sus bolsillo, perpetuamente cabizbajo mientras recorría innumerables las veredas del parque entre las once de la mañana y las cinco o seis de la tarde. La leyenda urbana cuenta que había visto morir a su novia en sus brazos como consecuencia de que fuera atropellada mientras descendía de su auto para encontrarse con él en esa precisa esquina, que de eso no pudo recuperarse y que perdió por ello la cordura. Siempre escuché que era de una familia de nombre patricio, razón por la que su tenida era impecable las más de las veces (algunas cuantas veces lo vi con el terno muy arrugado y el cuello de la camisa negro, como si no se hubiera cambiado en varios días). Desapareció de esta esquina poco antes de la remodelación, circa 1990.
El heladero Juanito (o diminutivo similar). Cuadraba su carretilla de helados D'Onofrio en la esquina de lo que ahora es Palachinke (que está ahí desde 1976, más o menos) y meneaba una lata de ésas grandes (de Nescafé o Milo) que había llenado con piedras y gritaba algo así como '¡E'lo bueeeeeno!' (chas-chas-chas). Vestía una chaqueta blanca (de heladero) y un gorro (de heladero) con visera. Entonces ya tendría más de setenta años y la madre de Nano, que vivía en Henry Revett -a la vuelta de Diagonal- me contó alguna vez que tenía treinta años en la misma cantaleta, los veranos vendiendo helados y los inviernos, chocolates. Juanito dejó la esquina hacia 1975 ó 1976.
El loco Tres Pasos. A falta de nombre le pongo tal, puesto que andaba con zancadas enormes con unos zapatones, negros y gastadísimos. Usaba casi siempre sacos a cuadros chiquitos sobre un pantalón que parecía no cambiarse nunca; llevaba el pelo engominado o grasiento peinado con una raya muy marcada al costado. Acostumbraba a decir incoherencias a la gente con la que se cruzaba en sus excursiones por Larco, Schell y Diez Canseco y me parece recordar que alguna vez lo vimos, agachado en escuadra, untando su palma con un helado que se derretía sobre la vereda y lamiéndola luego detenida y fruiciosamente. Sólo anduvo por el barrio unos dos años, hacia 1975. Hoy ha sido reemplazado por otros excéntricos, uno de los cuales estudió conmigo en el colegio.
El Bowling Brunswick con su vistoso cartelito de neón que replicaba un jugador haciendo un strike. Antes de la construcción del Edificio Centro Líder (proyecto de éxito fallido y fugaz), el Bowling destacaba como punto de referencia de Miraflores. Tras descender por las escaleras de acceso, sobre la mano derecha uno veía una barra de estilo película americana en la que se vendían unos milkshakes que siempre me parecieron carísimos; sobre la izquierda estaba el mostrador donde uno iba a comprar las líneas que iba a jugar, atendida por un conserje que usaba los lentes de leer caidos sobre la nariz y que daba garbosamente una rociada de Wizard a los zapatos antes de entregarlos a los usuarios. El Bowling murió hace mucho: lo mataron la decadencia y la moda. Sus antes iluminados ambientes se fueron tugurizando para albergar mesas de billar gastadísimas mientras la juventud se fue haciendo más y más sórdida. Los ecos de pinos de campeonatos latinoamericanos se esfumaron a paso veloz (el poster de Danilo Roveda y sus 300 perfectos puntos así como los strikes de Hamleto, el venezolano que llegó juvenil y que se volvió un pro en la liga americana sin haber tenido el decoro de cambiarse el horrísono nombre). Hace unos meses entré, por pura curiosidad; la mitad de las pistas de madera blanca estaban apagadas y las mesas de anotación vueltas unas sobre las otras, dos mesas de billar con las buchacas amarradas a la mesa con alambres, el mostrador en la más patética ruina. Y como guiño curioso, el mismo dependiente de los anteojos sobre la nariz, peinando setenteras canas.
Sobre Schell, en el baldío que era el estacionamiento del supermercado Todos que estaba haciendo esquina con Los Pinos (donde hoy se instala Ripley) se estableció una carretita blanca y pintona que tenía sobre sí un cartel rojo que decía 'La Casita'. La correctísima señora que atendía ahí vendía unas hamburguesas caseras extraordinarias, sobrias y sin recargos, las cuales uno podía regar con una docena de salsas sabrosísimas: mayonesa, tártara, golf, de rocoto, de ají amarillo y así. Con José Miguel íbamos regularmente y a hora algo tardía (salida del cine, casi a medianoche, por ejemplo). Una noche la señora conversaba con alguien explicándole que le habían pedido que desalojara el terreno (la casita de madera no ocupaba más allá de diez metros cuadrados) pues ahí construirían algo. Sin embargo, continuaba, le había ido tan bien que iba a dar el primer pago para comprar la tienda de la primera planta del edificio que construirían en la otra esquina de Los Pinos y confiaba en que el negocio prosperara. No se equivocó: durante muchos años, La Casita constituyó el ícono de los fast foods miraflorinos y supervivió hasta hoy, sin desmoronarse como el Oscar's, el MacTambo o el MacDonald's bamba que se instaló en la esquina del pasaje Olaya y Diagonal (ahí Semiqui se manyaba dos "Big Macs" al hilo, y hago notar que los de este local precursor y que no pagaba la franquicia -con toda seguridad- hacía las hamburguesas de un volumen tal que fácilmente en cada una de ellas cabrían dos de las que vienen ahora en el autoservicio verídico). La Casita abrió un local en Larco, pero ahí no prosperó, acaso porque la señora fundadora (blanca ella, para no catalogarla con el peyorativo 'blancona', que al parecer designa al peruano de raza blanca caído en desgracia o en train d'ascention social) encontró mejores rumbos (figurativamente, se le casó la hija y se fue a vivir a Suiza, la misma que tras algunos años le pidió que vendiera todo y que la acompañara allá con los nietos; ahora vive en un feliz retiro, entendiendo perfecto los chistes que cuentan los vecinos en alemán, quienes encomian lo bien que sabe la frankfurter gruene sauce que prepara la señora que vino del país tropical).
El Taco del Queso. Sobre Los Pinos, en el conglomerado de edificios que quedó a medio hacer desde fines de los sesentas, hay una especie de mezzanine a la que se accede por una escalera oscura (me refiero al lado opuesto a donde quedaba Bronzo, la socorrida discoteca de los tiempos de correrías con el Dr. G, cuando ésta ya estaba viniendo a menos). Ahí funcionaba un billar, o sea, un taco. El regente del establecimiento, aquél que ponía un pedazo de papel bulky rasgado en alguna de las bandas para llevar registro de la hora de inicio, era El Queso. Individuo de inequívoco rostro andino, El Queso era escrupuloso llevador de cuentas, gerente, administrador, contador y janitor. No se amoscaba por el apodo y acaso nadie haya conocido jamás su verdadero nombre (lo cual me recuerda a 'Mozo', el mozo que nos atendía en el Chifa Susy, en Arenales, en la época de Lince, cuyo nombre se lo ha llevado la historia). Un detalle peculiar del que no me olvido es que El Queso, emulando alguna épica gesta western de Steve McQueen o Charles Bronson, llevaba siempre en la comisura de los labios un mondadientes, el cual manipulaba sobre alguno de los intersticios de sus molares con dedicada constancia de rato en rato. Me parece que el taco existe aún, pero El Queso fue desembarcado hace mucho ya. Ha algunos años que El Papi me contó que, al pasar por alguno de los cafés de moda de San Isidro, creyó reconocerlo haciendo de cuidador de autos: si bien no llevaba el mondadientes entre los labios, no había perdido la costumbre de marcar las horas de llegada de los autos en un papelito que embutía en los parachoques. Gajes del oficio, con toda propiedad.
Dejo para otra ocasión a los personajes y lugares menos públicos pero que proveyeron al Parque y sus alrededores de ese aire de misticismo y miraflorinidad tan peculiares: el Pelado del Parque, 'El Pozo de San Ramón', los roedores que pululaban por la efigie de Kénide (!), los fletes, Máximo (el portero, tan amigo de Alo Gayoso), las damas que se mercadeaban en la propia esquina de Berlín y Diagonal, la bodeguita de a la vuelta, el poste desde el que llovía todos los días a las seis y un largo etcétera.
7 comentarios:
El parque Kennedy me trae muchos recuerdos, aunque no me agrada mucho las rejas que le pusieron. ¿Aún esta la heladeria D'onofrio a un costado del parque?¿Y los cines Romeo y Julieta?. Miraflores ha cambiado muchisimo, solo pase brevemente hace unos años, creo que el 550 era un edificio verde de apartamentos, que estaba casi en frente del Bowling, pase por ahi muchas veces estaba cerca de mi trabajo.Creo que ese edificio ya no existe, me pareció ver solo tiendas ahora.
Ah de recuerdos! El "legendario departamento 202" del edificio San Nicolas, como lo recordaba el primo Alito la semana pasada, mientras lloraba de impotencia al enterarse de su inesperada venta por fraterno felón, "me hubieran avisado, yo lo hubiera comprado...!!". Escenario de tantos encuentros y desencuentros, admirado, difamado, envidiado, el 202 vivira por siempre en mis recuerdos.
Resulta que el loquito del parque tenia una casita en el inmenso jardin de un caserón de su propiedad ubicado a la vuelta de la Clinica Adventista. Una tia de MG, Toti Ruck, vivia en la casa propiamente dicha, hasta que se mudo a vivir a Inglaterra, donde ahora cuida felizmente de sus flematicos nietos. A pesar de haberlo visto trajinar muchas veces por ese jardin, a MG, desconociendo su fama, nunca se le ocurrio preguntar por su verdadera historia. Lo unico que recuerda era que no hablaba con nadie.
Miraflores va cediendo paso, como contaba el algún post previo, a la avalancha de mediocrones edificios de vivienda que van llenando las calles de puertas de cochera de las que hay que andar cuidándose que no le den a uno en las narices. Ya ni caminar se puede, ¡canejo! El Parque Central y su apéndice, el Parque Kennedy, pese a esta galopante tugurización (a falta de mejor sustantivo) subsisten como espacios aún transitables a toda hora del día. He disfrutado casi todos los mediodías de los últimos cinco años -tiempo en el que Centinela radicó ahí- el poder caminar sin prisas y al amparo de un heladito de vainilla (o un churro, en invierno, ¡E'lo bueeeno!) por la Avenida Larco (¡aaaaah! Frágil, ¿dónde se llevaron a ésa, a la que le cantaste?): a diferencia de estos Lince / San Isidro que ahora cobijan las nuevas oficinas, en Miraflores siempre hay los huequitos en donde se puede almorzar rico y sin tumultos (ojo Cumpa, lo espero en el Txami, sin falta, este viernes a mediodía), donde le pueden lustrar a uno las tabas mientras lee los dieciocho diarios capitalinos o donde puede uno pasear la vista sobre el Pacífico y sus manchas, tan reminiscentes (me refiero al océano, no al Cine, que vienen yéndose y regresando de mejor vida desde hace buen tiempo).
Olvidé, por cierto, la mención obligada del profesor Álvaro "Semilla" Rodríguez, aquél de los tiempos en que dejó la enseñanza de Educación Física en el Colegio de los SS.CC.y se dedicó a 'merquear' antigüedades durante las noches en el centro del Parque Kennedy, con el grupo de ambulantes que -por derecho ganado en tantas amanecidas- hoy tiene su asociación, con presidente y pro tesorero más.
El edificio de Diagonal cuadra cinco, en el cual -como bien señala Papi- disfrutamos buena parte de la adolescencia y joven adultez hoy tiene en sus bajos a la librería Ibero donde antes estuvo 'Chicama Surf Shop' y antes la zapatería 'Paola', un café mediopelín donde antes la tienda de Mavila, regentada por el Sr. Scheelje, otro café mediopelín donde estuvo la proverbial Licorería de 'Don Manolo' (recordarán que no es milonga: Gorrió era igualito al padre de Manolito, el amigo de Mafalda) y aún antes un restaurant de postín a quien El Doc alquilaba el 202 y en la esquina en donde hasta 1995 funcionó Faucett, el tercero de los cafés mediopelines que plagan la cuadra.
En una de las ventanas del 202, la primera habitación, entrando, destaca un aparato de aire acondicionado (hablo de la misma ventana sobre la que cayó la bala perdida que casi nos deja sin La #). En nuestra época, a lo mejor era hasta incitante el solo hecho de tener la ventana abierta, malgrado el ruido.
By the way, amiga Peruana, el restaurant D'Onofrio aún está en la esquina mencionada, ofreciendo contundentes menús a mediodía, a razón de catorce soles unidad. De los cines Romeo & Julieta queda sólo el recuerdo de su antiguo brillo. Ni el recurso de usarlo con fines teatrales acabó salvandolos. Ambos hoy están a la venta.
Juega Cumpa, el viernes sin falta en el Txami. Si no llego a la una en punto, vaya pidiendole a Bigote un tacu tacu con lomo saltado, su causa "bola la medio" y una jarra de chicha. Si hasta las tres todavia no he llegado, pues ni modo, que se lo envuelvan pa' llevar (con su crema volteada mas y un suspiro pal' camino) y me lo deja bien empaquetadito en el DHL de Larco, ahi nomas a dos cuadras, lo manda "overnight" cosa que me llegue para el desayuno.
De "esa", la de "Avenida Larco" ni pregunte que debe estar, como dice el vals, ".. sufriendo la pobre como hecha para el castigo..". Cuantas honras se esfumaron en el trayecto de Larco a la Herradura!!!
Seguro que mi Cumpa se acordó de la canción 'Avenida Larco' en aquello de 'La modelo mirando a la nada' cuando bajaba a la Costa Verde por Armendáriz, bien a las chaplas y al mocho con su 'flotador', el cual era en realidad una muñeca inflable tamaño natural. No. Mentira. Mi Cumpa me contó con detenido pormenor aquella 'anépdota' que acontecióle con su amigo JeNeSaisQuoi versus un par de pirovas que conocieron en la Calle de las Pizzas y que concluyó con la inmortal frase '¿Es un Cocoroco lo que toco?' (¿se acuerda, Cumpa?)
En fin... Me olvidé que el viernes es Viernes Santo y ese día toca la tradicional parrillada de los B., allá en los predios del Doc. No se olvide traer su damajuana 'vacida', Cumpa, porque va a haber pisco hasta pa' lleva'o. ¡Y ésta vez no le pase la voz al buen Pelu, pues! Habremos de dejar el Txami para el viernes siguiente, si Dios quiere y el gobierno lo permite.
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