- ¿Y dómde lo pongo?
- ¡Ah! Ponlo aquí, nomás.
- ¿Aquí?
- Sip.
-¿Y se acordarán de la foto?
- Quienes te sigan, de hecho que sí, amixx.
Es que no quedan más lugares ignotos a dónde ir. El mundo ha perdido por completo el exotismo. La televisión, los libros y el cine hacen esfuerzos desesperados por mostrarnos hasta el cansancio lugares que jamás conoceremos. Esta tarde, como si tal, vi un documental de TNP sobre una excursión a la cima del Misti; mientras la expedición coronaba la cima -entre jadeos, fallas electrónicas y tiritones nomás a cero grados- el líder mencionó que en la punta existe una cruz ¡colocada ahí en Octubre de 1900! Pensé ‘¿Y dónde está el mérito de coronar el Misti si es que previamente alguien ya se dio el trabajo de llevar hasta ahí una cruz de fierro de no menos de una tonelada de peso, colocarla en una base de concreto y –encima- ponerle una placa conmemorativa?...’. Definitivamente, el exotismo habrá que buscarlo en algún otro lado: no sé, el fondo del mar, en algún lugar de la atmósfera superior, en Perth, Australia (tanto como con el ligero hastío ‘¿Conoces Londres? ¿O Río? ¿O San Francisco? ¿O Nueva York?’, hasta el momento nadie me ha preguntado, felizmente, si conozco Perth, o Auckland o Anchorage).
[Hint, Charly Boy: la parte más exótica que jamás podremos visitar vive dentro de nosotros. Más precisamente, en nuestros sueños.]
Anoche (esta mañana, a lo mejor) soñé que estaba en un parque infantil y de pronto subí a un carrousel repleto de niños. El aparato comenzó a girar y a girar y los niños gritaban con esa especie de miedo leve y excitación que les da la velocidad. Delante de mí, en una especie de carromato sin caballos había cuatro niños, muy parecidos entre sí. ‘Estos dos son mis hermanos’ me dijo uno, el que tenía delante de mí (camiseta a rayas, muy rubio y los hermanos con las manitas hurgando en bolsas de pop corn o papas fritas). ‘Y ella es mi hermana’. Era una niñita rubia, con rizos. La vi a los ojos y le sonreí (los adultos, en los sueños, tenemos la prerrogativa de ir sonriendo a los niños como si también lo fuéramos). ‘¿Cómo te llamas?', le pregunté. Me dijo ‘Brrrabbbabbbbia’, mientras pedacitos de galletas salían volando de su boca. ‘Anda. Termina de masticar esas galletitas y dime cómo te llamas. De otro modo nunca te voy a entender’ (más gerundio peruano, aún en sueños no le dije directamente ‘Nunca te entenderé’). ‘Abbbabbonnia’ repitió, muerta de la risa. ‘¿Cómo dijiste?’, insistí. Dejó la bolsa de galletitas sobre su regazo (un primoroso vestidito blanco, de esos de álbum de fotos), se limpió la boca con el dorso de la mano izquierda y me regaló una sonrisa bellísima a la que faltaba un diente, empezando a mudar. ‘¡Apolonia!’, me gritó. ‘¿Apolonia?’, le pregunté. El hermano mayor, mirándome con un gesto serio y como confiándome algo muy secreto, dijo: ‘Es que así se llamaba la abuela de mi madre’ (ahí pensé que yo jamás me hubiera referido a mi mamá como madre). ‘Apolonia es un lindo nombre’ le dije, pensando en que de verdad era un nombre bello, ‘Tus padres realmente deben haberse tomado un tiempo para decidir por es nombre tan bonito, Apolonia’. ‘¿Y tú por qué escribiste eso?. No me gustó…’, me dijo Apolonia. Yo dudé un instante porque sabía lo que venía (tanto como un buen par de paréntesis, la ventaja que uno tiene sobre sus propios sueños es que, al diseñarlos, sabe Dios en qué neurona o axón perdidos en la terrible maraña del cerebro, más o menos intuye por qué lado viene el asunto). ‘¿Eso? No sé qué es eso, Apolonia’. Metió su manita otra vez dentro de la bolsa de galletas y me dijo ‘Eso, lo de mi agenda de Hello Kitty’. Asentí, pensativo. ‘Ah, eso… Bueno, los grandes a veces escribimos cosas raras. No sabía que alguna vez te iba a encontrar. Supongo que estuvo mal que hablara de tu agenda Hello Kitty sin haberte pedido permiso antes, ¿no?’ Ella dijo ‘Mmjm’ bajando y subiendo la cabeza, ‘Estuvo mal. A mi mamá tampoco le gustó’. Miré en derredor (mirada de Bruce Willis, apretando los dientes y ojos entrecerrados, de sospecha). ‘No lo sabía. Perdón’, le contesté. ‘No importa. Ya no me gusta. Te la regalo’, me dijo, bajándose del carrousel, que en ese momento se detenía. El hermano me explicó ‘Ella es rara. No le hagas caso’. ‘Todo bien’ –le dije- ‘No le haré caso…’. ‘Chao’ me dijeron los tres hermanos, mientras corrían, alejándose. ‘Chao’ les dije, y seguramente desperté en otro sueño (y no sé bien por qué hoy he echado a Apolonia tanto de menos).
Algún día, alguna vez, si por ahí nos encontramos en alguna charla incidental, en una de ésas en las que nos vence la vanidad de exponer al alimón lugares que hemos tenido en dicha conocer, antes de preguntarme por Perth, Brisbane o Luzón, por favor, pregúntenme por Apolonia. Yo les diré -con todo pormenor- cómo apenas desperté, anoté con cuidado nombres y circunstancias e hice un croquis aproximado para todos aquellos que quieran conocerla: primero, hay que escribir un cuento en el que se le rompa el corazón terrible, impíamente; luego, hay que soñarla sin proponérselo, no sobresaltarse al encontrarla y esperar de modo paciente hasta que nos diga correctamente su nombre; al despertar, hay que anotar cuidadosamente nombres, circunstancias y situaciones. Es preciso siempre acabar con un ‘y no sé bien por qué hoy he echado a Apolonia tanto de menos’, entre paréntesis.
(Eso es lo fundamental. No hay que olvidarse jamás de los paréntesis. Eso es lo fundamental para encontrar, finalmente, a Apolonia) .
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