20 julio, 2009

El Otro Folklore Peruano: Leyendas Poco Originales Que Pueden Ser Contadas En los Breves Doscientos Kms. Entre Chincha & Lima, Alguna Noche De Luna

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Cuando tendría unos nueve años, en alguna de esas reuniones cuatripartitas que organizábamos con Luis Ricardo, su hermano Gustavo, Alfredo y yo, escuché atento y con progresivo terror la historia de Mariluz contada de boca del primero.
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Mariluz era una niña a quien la madre había enviado a la plaza del mercado a comprar un kilo de hígado. De camino hacia allá, Mariluz se distrajo largamente jugando con otras niñas y en ese lapso perdió las monedas que le habían dado para la compra. Precisamente al percatarse de las consecuencias que tendría volver a casa sin encargo y sin dinero, desde las escaleras del mercado vio pasar frente a ella un cortejo fúnebre. Mecánicamente se puso a seguirlo, mientras barruntaba qué explicaciones daría al llegar a su casa. Tras entrar en el cementerio imaginó que la solución podría ser esperar a que el muerto fuera enterrado y, ¡claro!, obtener su hígado. Cuando los parientes se hubieron marchado, raspó el marco de la lápida, jaló y abrió el cajón y extrajo el hígado del cadáver con sus propias manos, envolviéndolo en papel manteca. Al anochecer, llegó a su casa cuando la madre empezaba a preocuparse y a punto de preparar la cena para la cual había encargado las vísceras; a la hora de la comida ella, por supuesto, no probó bocado. Llegada la noche y ya acostada, empezó a escuchar murmullos que empezaban a ser progresivamente más fuertes. "Mariluz, ¡devuélveme mi hígado!... Mariluz, ¡devuélme mi hígado!". Mariluz se cubrió el rostro con la almohada y se enfundó entre las sábanas, hasta que sintió que tiraban de sus cubiertas y descubrió delante de sí, horrorizada, el cadáver que había profanado que con una mano señalaba la oscura oquedad que tenía en el abdomen mientras la otra se cernía amenazante sobre ella... A la mañana siguiente, la madre descubriría la ensangrentada cama donde Mariluz yacía muerta, el vientre vaciado atrozmente.
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No pude dormir varios días, y -para mi disgusto y su regodeo- Alfredo siempre capitalizó esta especie de nerviosismo mío para con las historias de terror. Naturalmente, en esos días no me cuestioné mucho el cómo una niñita, presumiblemente bastante menor, hubiera podido ella solita armarse de valor, quitar una pesada lápida, jalar un cajón con al menos ochenta kilos de peso y con aptitud de cirujano, ubicar el hígado entre todos los demás órganos, extraerlo y envolverlo en un papel manteca que nadie sabrá (ni preguntará) de dónde sacó. Lo demás -lo del cadáver ambulante que procede con una pavorosa evisceración- son cosas, concordaremos, bastante más verosímiles. No obstante, la historia me asustó muchísimoy, ¡cómo habrá sido de relevante en mis recuerdos!, que prácticamente cuarenta años después, la reproduzco con bastante puntualidad.
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Alrededor de la misma época, llegó a nuestras manos por intermedio de Pierre Giurfa, maestro de francés y acordeón, una compilación preparada por la muchachada de la Escuela Normal de Chincha -folleto mimeografiado de unas ochenta páginas, todas impecablemente mal redactadas- relativa a historias supuestamente originales de la provincia, entre las cuales había unas dos o tres, atribuidas a cuentos de abuela y localizadas -por regla general- en parajes poco transitados de esos tiempos (hoy bullentes de mototaxis y Ticos) y casi todos vinculados con inexplicables apariciones fantasmales y hasta demoníacas. Recuerdo de entre ellas cuatro; la primera, relativa a la Dama Blanca que aparecía por el pago de Salto de la Liza (que es donde se ubica la casa del Doctor, padre de este baliente pechito), ánima en pena de una mujer joven que acudía perpetuamente al encuentro de su novio, tras haber perecido en la cerrada curva de la inmediación (para qué, esta historia me granjeó los primeros elogios a mi regularona calidad de cuentista, misma que he ido malamente echando a perder a lo largo de los años). La segunda de las historias ocurría también en Salto de la Liza (Km. 194.5 Panamericana Sur, s/n, cuando quieran su casa) precisamente en la misma curva donde hemos vivido desde los primeros setentas: la cruz que marca el cruce de caminos, cuentan, fue puesta ahí por el mismísimo Fray Ramón Rojas, cura franciscano, milagrero y andador que deambuló por la costa peruana alrededor la mitad del siglo diecinueve como símbolo de purificación de alguno de los lances de los que salió airoso frente a las fuerzas demoníacas (importante el tío: cada dos cuadras tan terribles fuerzas le salían al paso a fin de perturbar obstinadamente la singular misión divulgadora de fe que le motivaba y en la que se consentía hasta hacer brotar un oasis en el arenal, según cuenta la fábula del Pozo Santo, a mitad de camino hacia Ica). La tercera historia se refería a la mujer que montaba su burro por algún paraje de Chincha Baja cuando oyó llorar a un niño desde un algodonal al lado del camino; al apearse y aproximarse al origen del llanto, encontró abandonado un bebe de pocos meses de nacido. Al quitarle las modestas telas que le cubrían, la mujer notó en los ojos del bebe un brillo intensísimo e inusual; con él a cuestas, retomó su cabalgadura y reemprendió camino, sólo para verificar pocos metros más allá, que el niño vovía a llorar como muestra inequívoca de estar muerto de hambre. Generosamente la mujer le ofreció el pecho y al descubrir una bien constituida fila de dientes que el niño le mostraba en horrenda mueca, oye que el bebe le dice "Mamá, ¿te gustan mis dientes?...". La mujer espantada arroja al engendro lejos de sí, el cual explosiona 'dejando un hueco que olía tremendamente a azufre...' (sic) (question: ¿será que en esos días todas las mujeres andaban prestas a acudir casi como ante la comercialona pregunta 'Got milk?', por si encontraran -no sé- algún infante que requiriera de sus lácteos e impostergables servicios?).
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La cuarta historia es la que da pie a esta disquisición (que recibo no sin cierto laxante alivio, pues me ha vuelto a poner frente al teclado, tras largo lapso), y es la relativa a la transhumancia del mito que paulatinamente llega a convertirse en eso que, de boca en boca o -más recientemente- de mail en mail, va adoptando forma inequívoca de leyenda urbana. La primera vez que oí el cuento fue en la recopilación que comento, y se fijaba en algún punto no especificado de los caminos rurales de la provincia, y estaba referida al motociclista que en una noche invernal y de garúa, asiste a una desvalida joven que le detiene al lado de la vía. Galán por encima de todo (en lo más íntimo, pendejerete, lo más seguro) ofrece su casaca de cuero a la muchacha a fin de que no se perjudique ni con la lluvia ni con el aire del camino; tras algunos minutos, llegan a cierta distancia de una casa ubicada algunos kilómetros más allá, frente a la cual la mujer se apea y hacia la cual corre sin haber tenido ocasión de devolver al motociclista la casaca que éste le prestara. A la mañana siguiente, el motociclista aparece frente a la casa para conseguir hablar con la chica (que, a decir verdad, estaba en cotton) con la milonga de pedirle la casaca de vuelta (por eso, antes que 'mañana siguiente', hubiera sido mejor decir 'maña siguiente'). Quien abre la puerta de la casa es una mujer anciana, quien apesadumbrada -acaso porque el incidente era retiterativo- le cuenta que en realidad a quien recogió el motociclista era el fantasma de su hija, fallecida largos años atrás y cuya tumba podía visitar en el cementerio ubicado no lejos de ahí (que yo sepa, en la provincia no hay más que uno, el Central). Así lo hizo el motociclista, sólo para darse con la sorpresa que sobre la cruz de la tumba (de piso, puesto que la historia hubIera sido impráctica de haberse tratado de un cuartel) estaba colgada, escrupulosamente y a salvo de toda otra mano birlona, la casaca de cuero que el muchacho había prestado en la víspera... (y ahí uno sentía súbito escalofrío).
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La segunda vez escuché la historia de boca de un compañero de universidad apellidado Arroyo (bastante mayor y de seriedad digna de todo crédito), algunos años después. Arroyo contaba que la historia no se ubicaba en Chincha, sino en Camaná o en Ocoña (ya no lo recuerdo exactamente), pues el ambiente situaba el camino cerca de cultivos de cebolla o arroz, y que le había ocurrido a un primo suyo, bastante cercano, así como para otorgarle más verosimilitud. Seguramente el hilván ocurrió en alguna de esas sesiones de charla que sosteníamos ya en el 59-B que nos traía de vuelta hacia Miraflores, o en la placita frente al primer pabellón, entre historias de aparecidos, misterios u OVNI´s (a esas alturas, casi todos ya teníamos una aventura con un OVNI propio). Por supuesto no contradije la historia, algunos de cuyos oyentes era la primera vez que la oían, pero me di cuenta de que probablemente y de modo muy fácil el escenario hubiera podido ser New Hampshire, Castelló, Chimaltenango o cualquier lugar en cuyos cementerios hubiere cruces o adminículo colgador similar. No obstante, me vinieron a la mente otras dos o tres historias sobre las cuales había yo recibido versiones levemente distintas (lugares, protagonistas) y que empezaban a hincar mi bastante doblegable credulidad. Una de ellas la había escuchado de Pimo (Puyo) Guerra-Rivas y se refería a que el amigo-de-un-amigo, joven de flamígera libido, había obtenido gracias a ciertas habilidades, varias pastillas de Yohimbina -en esos días, esotérico estimulante sexual femenino-, las cuales había tenido ocasión de moler y mezclar en la bebida de una amiga durante una noche de tragos; al bajarse a comprar preservativos en una farmacia de turno (en esas épocas, los negocios de 24 horas eran impensables y había que recurrir a 'El Comercio' o 'La Prensa' para ubicar las que atendían a puerta cerrada toda la noche), terriblemente dolorosa fue su sorpresa cuando, al volver al auto, encontró muerta a su acompañante, sangrándole las partes pudendas puesto que el invencible impulso sexual la había motivado a introducirse sin mayor preámbulo toda la palanca de cambios... (Pimo acotaba que el pata purgaba condena transitoria en la carceleta, mientras se deslindaba si tan impetuoso acceso de arriolez era imputable a su responsabilidad; otrosí, en esa época muchos autos aún tenían la palanca de cambios al lado del timón y no pegadas al piso, de modo que la cosa tomaba matiz distinto, fuere que se tratase de un Rambler o de un Volkswagen:¡menuda posición la de la chica, si hubiera sido un Rambler!).
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Otra de las historias con escenario distinto era la que se contaba acerca del Hombre del Maletín, en el entonces oscuro y solitario camino que unía Trujillo con el balneario de Huanchaco. Si uno iba solo o, a lo sumo, con un acompañante por ese camino y de noche, hacia mitad de los escasos diez o doce kilómetros que separan ambos puntos un hombre hacía señas al vehículo para que se detuviera. Muy cortésmente pedía una jaladita hasta Huanchaco y subía en el asiento de atrás, desde donde -inexplicablemente, dada la brevedad de esa ruta-, hacía alguna advertencia al conductor desapareciendo cuando éste intentaba responderle mirándolo por el espejo retrovisor. Se contaba de muertes producidas en accidentes extraños en la breve pampa de ese camino, atribuyéndolas al inefable y escurridizo Hombre del Maletín, y se dice que la juventud trujillana hasta ensayaba pruebas de valor o de iniciación efectuando rápidos ida y vuelta manejando en solitario por esa vía. Sobre esto, dos cositas: mis hermanos y yo conocimos, en nuestras épocas de comercializadores de manzanas en la chacra cuando aún no vivíamos ahí, al primer Hombre del Maletín, una especie de Man In Black que caminaba con su maletín de cuero negro desde la entrada de Grocio Prado hasta algún punto más allá, cerca probablemente a alguna de las granjas de la zona. Sólo una vez nos habló, y fue para comprarnos una jaba de manzanas. Con Alfredo hemos vuelto algunas veces sobre su recuerdo porque el condenado nos pagó las manzanas, pero hasta el día de hoy nos debe los indexadísimos tres o cuatro soles oro que costaba el envase que jamás nos devolvió, pese a ofrecerlo. Lo otro es que alrededor de mil novecientos noventa y tres, un amigo llegó a casa (en esa época yo vivía en Chincha) a contarnos acerca del incidente del que hablaba todo el mundo y que había ocurrido a bordo de un auto colectivo que hacía la ruta Tambo de Mora - Chincha (la cual, desde luego, jamás ha existido): se trataba de una mujer joven que llevaba un bebito de pocos meses en brazos quien, al ser observado por un pasajero que iba en el asiento del copiloto y comentarle bajito al conductor que el bebé tenía un aspecto bastante feo, dijo muy claramente y pese a ser ello imposible dada su edad, "¡Más feo va a ser el veintisiete!". Los aterrorizados pasajeros (no sabiéndose si también la madre) se encargaron de diseminar el rumor urbi et orbi, alarmando a los sufridos comprovincianos por los doce días que transcurrieron hasta que llegara la supuestamente fatídica fecha, la cual transcurrió con normalidad en todos los frentes, hasta donde supimos. No obstante ello, todos los veintisietes de cada mes pongo mi velita Misionera frente al altar de San Espiridión, no fuera a ser que...
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Hay un divertido mito que se ha prestado para todo chinchano avispado que intentaba lornear al amigo limeño recién llegado (en estos tiempos de globalización y Play Stations, el asunto se vuelve levemente más complicado, mas no por ello inviable). Sabido es que las gambuzinas (amables musélidos llamados científicamente neovison cincciani, gamucinas o gamuzinas, indistintamente) viven en los algodonales o maizales crecidos y -de preferencia- alejados de la Benemérita a la patria (Sunampe o Pueblo Nuevo, sus puntos de concentración predilectos) y que acuden al llamado que se efectúa golpeando dos piedras medianas entre sí. De no ser esto efectivo en primer término, es necesario irse despojando de la mayor cantidad posible de la ropa que se lleva puesta, dado que el olfato de estos bichos es muy sensible al olor humano. No pocos han sido los limeñitos que han tenido que regresar caminando varios kilómetros desde esos puntos distantes, ateridos y al menos sin camisa, refunfuñando no sólo el no haber podido capturar ni una sola gambuzina sino con el orgullo bastante pisoteado, al haber caído en una broma tan predecible como vieja.
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Dos leyendas más antes de dejarlos. Una, contada en versión de mi Cumpa El Goldo, acerca del tipo que gana la Tinka y que con ello compra por unas migajas la patria potestad de su hijo a su todavía esposa (según escuché de esa mano, señora de cascos bastante livianos) para que, en presencia de su abogado y todos los papeles ya firmados, éste le informe que el ahora ex esposo era el ganador de tan suculenta lotería. El cuento sigue con que el hombre pierde todo el millón y medio de dólares que ganó en el inmediato siguiente año gracias a farras y negocios fallidos, haciendo honor -en cierto modo- a la tradición familiar, pues el padre había ganado el pollón de Monterrico hacía algunos años, dispendiando lo ganado en brevísimos meses... (y menos mal que el pollón no se lo ganó en España, porque estaríamos ya hablando francamente de otra cosa). Alguna vez me encargué de narrar este anécdota delante de algunos amigos del colegio y uno de ellos me llamó después a un lado para contarme que si bien la señora no era del laburo era, sí, medio bandida (más que lo que insinúa el vals, por lo menos) y que, más aún, le unía a él el conocerla personalmente. Desde ahí, cada vez que cuento la historia, hago la reivindicatoria salvedad, no fuera a ser que dicha dama se encuentre entre los oyentes.
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La última está relacionada con un mail que circuló hace algunas semanas en internet y del que hasta Caro, mi hermana, me reenvió con la anotación 'Alo, ¿es esto verdad? ¡Confírmame!'. Resulta que el mail contaba la historia de un niñito, alumno del quinto grado del Colegio Alemán (no se especificaba cuál) que había sido secuestrado en la puerta misma del colegio por desconocidos, razón por la que se invocaba a difundir el correo a la mayor cantidad de contactos posible a fin de apoyar su pronta ubicación y rescate. Se adjuntaba una foto de un niño de pelo entre castaño y rubio. Sin estar al tanto de ello, un día en que Viviana fue a recoger a los chicos, se le acercó presurosamente una madre de familia conocida y con cara de genuina compunción le dijo "Vivi, ¿cómo está Santiago? ¿está bien? ¿lo has recogido ya?", a lo que siguió la explicación de que el muchachito de la foto que habían secuestrado y que mencionaba el mail era, si no Santiago, un clon igualito. Como Viviana no estaba al tanto del mail, evidentemente se sorprendió, pero todo ello se disipó cuando vio aparecer a Santiagazo saliendo por la puerta del colegio, con su peculiar paso tío-chirrín. Viviana palmeó a la amiga en la espalda y con cara de "¡Mucha televisión, my dear!", le agradeció la preocupación, de todas maneras. Eso sí, grande fue la sorpresa (o a lo mejor, no tanto) cuando al ir al día siguiente otra vez por los chicos al colegio encontró un corrillo de otras madres amigas alrededor de la misma señora que le había preguntado por Santi en la víspera, sólo que la versión había cambiado levemente, pues en ésta la afligida señora contaba al borde del sollozo que había tenido que salir desesperadamente hacia allí dado que hacía sólo algunos minutos había recibido un mail que contaba que un alumno del Humboldt de cuarto grado había sido secuestrado y que el niño de la foto ¡era la viva imagen de su propio hijo...! Por cierto, y como corresponde a toda buena amiga que se precie, Viviana ayudó con alguno de sus productos Just a volver en sí a tan afligida como preocupada madre, tras el genuino desmayo que ocurrió al percatarse de que Viviana estaba oyendo ésta, su otra versión de la historia.
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(Apacibles sueños, muy apacibles sueños caros lectores... ¡Muajajajajajajajajajaja!...)
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