30 setiembre, 2007

I Saw Them Standing There

Sin palabras... Nunca había oido de esta reunión y, de cazuela, la chequeé webeando por YouTube.

En la 3rd Annual Dinner del Rock & Roll Hall of Fame; Waldorf Astoria, New York, NY, 1988. ¡Una joyita...! Sencillamente, see them all outstanding there!

24 setiembre, 2007

"......" (Marcel Marceau, dixit)

Yo no vi a Marcel Marceau cuando actuó en Lima, allá por 1987. Ese día fueron mi hermana Carolina y mi papá, hasta donde me parece recordar. Del genial mimo -básteme decirlo- además de la singular y oximorónica actuación de su sonoro '¡No!' en la 'Silent Movie' de Mel Brooks, sólo recuerdo el comentario que hizo mi padre tras que mi hermana lo codeara por roncar en aquella única función que dio en Lima: '¡Bah!... ¡Alo lo hacía mucho más gracioso!...' Y ya que el buen Marceau ha dejado de mimear (¿mimar?, ¿mimonear?) en este valle de lágrimas desde ayer, me voy a permitir explicar la razón de tan descabellado comentario de mi padre, sin temor a opacar la bien ganada reputación (me refiero a Marceau, por supuesto) de ser el mejor mimo del mundo.

Yo era entonces Alo, tenía yo unos nueve años y cursaba el tercero de primaria en el Colegio San José de Chincha, cuando a la Señorita Alicia se le ocurrió presentar en la actuación de la primavera un acto cómico. Una mañana pidió voluntarios e ideas para hacerlo; cuando eso pasó, sólo Gustavo Herrera y yo levantamos la mano. No recuerdo ya los pormenores del casting ni los procesos previos, el modo en que fuimos seleccionados o los ensayos. Lo que recuerdo sin escalas es el soleado día en que me tocó presentar aquello ante toda la asamblea, que era como llamaban las monjas y los místers (muy canadienses y muy rubiecitos todos ellos) a la reunión de todas las secciones en la cancha del fondo. El sol estaba radiante a las once de la mañana, hora en que empezaría la actuación, tendría a las secciones formadas alrededor del escenario rectangular que marcaban los límites de las áreas alrededor de las canastas de la cancha de básket; por cierto, gracias a mi participación en este sainete mudo -sólo por esta vez- había evitado aparecer una vez más con el acordeón colgado de los hombros a interpretar 'Si La Reina De España' u 'Ondas Del Danubio'. Supuse que los actos de las otras secciones iban avanzando a medida que la Señorita Alicia me terminaba de maquillar dentro de nuestro salón. 'Mírate ahora en el espejo', me dijo Alicia cuando me dio la última pincelada sobre la cara. Ahí estaba yo: pantalones y camisa blancas, polvos faciales blancos, bigotes pintados con betún y -coronándome- el enorme y blanco gorro de cocinero. Gustavo, disfrazado más livianamente como el chef de cuisine, se reía a carcajadas de mi aspecto. Casi tapado por dos compañeros de los más altos, caminé hacia el patio de cemento áspero donde haría mi début histriónico de la mano de la Señorita Alicia (sin mayor evidencia, se rumoreó hacia final de ese año que Mario había encontrado a Alicia en circunstancia demasiado cercana a Mr. Robert -alias Mr. Chivato- en el salón de la biblioteca, tras abrir inadvertidamente la puerta y comprobar que ambos balbuceaban explicaciones tan incoherentes como no solicitadas, pero eso ya es otra historia).

Del acto, la mayor parte del cual fue de total y absoluta improvisación, recuerdo poco. Gustavo gesticulaba algunas órdenes a un cocinero desmañado y distraido (o sea, este pechito) que no se percataba que tendría que preparar un menú para veinte personas sin tener nada en las alacenas de su cocina. Una vez que Gustavo se retiraba de escena -cosa que las más de las veces sólo intentaba hacer, puesto que yo le retenía con alguna bufonada gesticular que le enfurecía- quedaba yo solo en el escenario, delante de los chicos (kinder, transición, primero y segundo años) y, peor aún, de la severa mirada de los grandes (cuarto y quinto años, más los invitados y un montón de padres de familia; mis padres creo que esa vez tampoco estuvieron, pero a falta de ellos, estuvieron los ojos de Chicho y de Alfredo, con todas seguridad). Recuerdo que dudé un instante antes de empezar cabalmente mi número: ni siquiera para tocar el acordeón antes había estado solo en una actuación delante de tanta gente. Aspiré hondo.

El cocinero empieza a hacer elocuentes muecas de preocupación cuando de pronto se da cuenta de que el el fondo de su cocina pasa rápidamente un ratón. Al no poder atraparlo con las manos, toma uno de sus cuchillos, lo cual le da la fugaz idea de que la musaraña bien puede meterse dentro de la olla. De pronto, observa con más atención su cocina y divisa un insecto rastrero, varios otros voladores y tiene la más grande inspiración. Un brillo en sus ojos y un silencioso voilà! se dibuja en sus labios y pone agua en una cacerola que evidencia ser enorme y pareciera querer llenarse nunca pues desde el imaginario cañito sale apenas un hilo de agua. Comienza luego a perseguir atropellada y cómicamente a todos esos bichos mientars resbala, cae y tropieza en las formas más equívocas posibles. Las carcajadas del público entusiasman al cocinero, que va en procura de más y más bichos, aún rebuscando bajo las patas de las sillas de los presentes y ¡horror!, bajo las minifalderas rodillas de una de las monjas. El cocinero siente el fervor y un brillo mágico brota de sus ojos. Sin embargo, han pasado algunos minutos y el repertorio de muecas y persecuciones ensayados se está acabando. Es entonces que decide improvisar: hace el ademán de sacarse los zapatos y, para hilaridad general, pretende añadir a la sopa también de sus medias. Bajo la costra blanca que el sudor forma sobre la cara del cocinero, el cocinero sonríe: quiere ver la cara que pondrá esa chiquita de ojazos verdes y que estudia en su clase, cuando corra hacia ella haciendo la mímica de que lleva un cucharón con parte del repugnante caldo directamente hacia su boca. El público (su público), se entrega sonriente y comienza a delirar, comienza a delirar, comienza a delirar...

Esa tarde, durante la clase de acordeón que Chicho y yo cursábamos en casa con Pedro (Pierre) Giurfa -un muchacho universitario que en esos años se recurseaba dictando clases de música y de francés- le conté más o menos cuál había sido el argumento en el que se basó mi actuación y la enormidad de aplausos que recibí por ella. Recuerdo que no vi ninguna emoción en él y las palabras que me dijo tras contarle aquello se cuentan entre las primeras desilusiones que tuve en la vida: '¡Ah!' -dijo Pierre- 'Yo he visto antes eso. En la universidad lo hemos presentado como 'La Sopita De Los Pobres' y no con el nombre de 'El Cocinero', como tú le dices. ¡Es un acto que repiten siempre, en todos lados!'. Eso me desarmó por completo. Como casi todo lo que aprendí de acordeón con Giurfa, lo de esa tarde lo tengo relegado al más impío olvido. Por la noche, no obstante, a la hora de comer en la mesa mis hermanos y yo le contamos a mi papá todo lo que había pasado: no recuerdo ni sus gestos ni lo que dijo, pero supongo -a la luz de los años que te hacen vivir circunstancias similares- debe haberse sentido como el padre más orgulloso. Como hasta el día de hoy, ya desde entonces mi padre parecía saberlo todo, por ello esa noche -entre los elogios a Keaton y otros genios de la comedia muda- estoy seguro que también se habló de Marceau.

A decir verdad, ello hizo que amaneciera de mucho mejor ánimo a la mañana siguiente. Al ir caminando la última cuadra hacia el colegio, las miradas de todos, desde los más chicos hasta los más grandes me buscaban y se esforzaban en sonreírme. '¡Buena, Cocinero!, ¡buena Cocinero!', gritaban todos, palmeándome las espaldas a medida que avanzaba. '¡Eres mejor que Chaplín, mucho mejor!' me gritaban los de mi año. '¡Qué risa todo eso que querías que me comiera!' me dijo entonces la chiquita a quien llevé un imaginario cucharón lleno de sopa hecha con inmundicias a la boca. '¡Me gustó mucho!. De verdad, me gustó mucho' fue todo lo que me dijo, dejándome con la sonrisa en los labios y con la certeza de que marcaría el cuadradito del sí cuando le mandara (si hubiera sido posible, esa misma tarde, después de almuerzo) el consabido papelito que garrapatearía con eso de '¿Quieres ser mi enamorada?. Marca en uno de estos dos cuadraditos.' [Y yo a estas alturas aún no sé si lo mejor de todo fueron esos efímeros quince minutos de fama (que a lo mejor fueron las dos o tres semanas en las que medio colegio me llamó Chaplín) o el '¡Ya pues!, acepto' que me regaló la chiquita de ojos verdes y medias siempre caídas que estudiaba en mi clase la tarde en que le hice llegar mi esperanzado papelito].

Y sí, según parece constarle a muchos después de tan el aventurado juicio de mi padre tras esa presentación del mimo en Lima acaso haya sido, alguna vez, mejor que el propio Marcel Marceau.

O a las pruebas me remito, en todo caso.